martes, 2 de octubre de 2007

PATINES

El sol desparramaba su luz y su calor en esas horas tempranas de la tarde, como se expande el aire perfumado que ha tenido la dicha de rozar la flor.El alma quieta lo recibía y exponía sus lugares más escondidos para que se abrieran a la sinfonía de colores de su mundo quimérico, que estallaba en la alegría de la exaltación, en la mágica alegoría de la momentánea felicidad en la feria de la vida.El niño caminaba tomado de la mano de su madre, que vestía riguroso luto por el centro comercial de la ciudad.Sus sombras los seguían, como figuras recortadas en papel oscuro, y que, seguramente, también tenían el traslado del alma que daba vida y motivo a sus cuerpos que unidos desde la concepción, señalaba claramente el camino a recorrer, por las calles y por la vida, hasta el momento sublime en que el ángel de su custodia, con un leve toque de sus dedos, los llevara a la presencia Divina.Las oscuridades clonadas que los seguían a veces partían de sus propios pies, dibujándose sobre la acera, y en otras ocasiones se alejaban un tanto y podían hasta quebrarse al encaramarse en las paredes, generalmente color amarillo ocre, pero ellas siempre negras, como respuesta a lo sólido, a lo opaco, a la vulgaridad de la materia, cuando, si en realidad reflejara sólo las almas intangibles de esos dos seres limpios, el blanco más puro sería el espejo que les devolviera sus líneas recortadas.Eran dos seres.Eran dos sombras.Eran luzY eran sombra.Las figuras se detienen y giran sobre sí para observar la vidriera de un comercio.Las sombras ahora son perfiladas y superpuestas, cubriendo la de la madre a la de su hijo, como un simbolismo de protección sublime, como las altas cumbres lo hacen con el valle, graduando su clima y, en este caso, su infancia.El niño señala insistentemente con su pequeña mano, un par de patines que se exhibe en el escaparate y su madre le hace saber la imposibilidad de su compra por carecer del dinero suficiente.Las figuras y sus sombras siguen su camino; la vereda acoge sus pasos rápidos y unas gruesas gotas salobres en espacios regulares, que caen en silencio.Ya en la casa, el rincón de sus secretos cobija al pequeño cuerpo, estremecido por el llanto que ahora se muestra incontenible y que lo sacude con sus latigazos crueles para la ternura de su carne.La madre, la sombra grande, oye y, en su penar, no lo quiere mirar, permitiéndole expresar su desilusión en soledad, hasta que, repleta de dolor, toma sus ropas y sale para regresar a los pocos minutos trayendo consigo la caja que contiene los patines.Días después, el niño se entera que, para satisfacer su capricho, la madre había agotado totalmente los recursos con los que contaba.El niño nunca más le pidió algo a su madre; de allí en adelante se lo pidió a sí mismo, pero su arrepentimiento lo marcó por siempre.El sol sigue desparramándose en las horas tempranas de la tarde y el aire sigue perfumado cuando roza una flor.El niño, ahora con arrugas en su rostro y cicatrices en su alma, sigue llorando en silencio.Ya no puede usar patines, pero puede recordar.La voz inaudible del alma llega, con la fuerza del amor infinito, al corazón que duele.

Autor: RolviderHermes. Te. 00 54 011 4821.2024
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LA EDAD DEL ALMA

Como estoy viejo, creen que tengo vieja el alma.Blancos son mis cabellos y arrugas tiene mi rostro.Mis pasos son cortos, pero mis pensamientos largos.Mi alma está lozana y saborea los errores.Nada hace para que no se equivoquen en su diagnóstico.Me refugio en el menoscabo para poder disfrutar de mi interior que, si lo expusiera, sería tildado de anciano senil y soñador al que su evocación lo torna iluso.He llegado a esta edad física marcada por un tiempo arbitrario.Puede ser cien o uno, según el cálculo.Estoy viviendo y doy gracias.Voy un poco más despacio.Resulta difícil entender que el alma no tiene la edad del cuerpo.Mis cabellos son blancos.Mi alma sigue nueva, sin color y eterna.Vivo lo que es la vida.Vivo lo que es el presente.Tengo recuerdos nuevos y tengo recuerdos viejos.Tengo los ojos viejos, los que antes eran nuevos.Y tengo los amores vividos, que antes eran presente.Tengo el dolor de adentro y tengo el dolor de afuera.Tengo tatuadas en la piel las noches oprimentes de la ciudad dormida, las charlas de esquina y los callados segundos que seguían a los silbatos de las rondas, con los ecos lejanos de otros silbidos que, cual Sileno, profetizaban la calma.Tengo los años viejos y el alma nueva.El cuerpo está cansado, y sus fuerzas declinan, ya no responde a mi madurez porfiada.Tengo a Dios que me guía.Y a mi madre que me aguarda.Autor: Rolvider Hermes tE:00 54 011 4821.2024Libro: Diálogos con la casa vieja
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DIVAGACIONES

Los quietos lagos de mis ojos reflejan distancia.La visión se pierde en la lejanía, donde cae, enorme y curva, la guillotina del horizonte.Mis órbitas están hundidas, pobladas de sueños perdidos, a los que no alcanzó el olvido.Mi alma, aunada con el pensamiento, se agita en el vacío, cual fantasma que no encuentra destino, rechaza el recuerdo de ausencia y recala en la soledad, que aviva la memoria de momentos que fueron y que ahora, con sus brazos de invierno deshojados y desnudos, rasguñan mi contemplación muda.Es un desfile mítico, que no se interrumpe, de imágenes, de incógnitas y de vida.De la vida que comienza con poesía y llanto y que se degrada hacia la prosa.La luz que se va muestra, en la sombra ganadora, a la luna arrebolada, pues tiene vergüenza de su desnudez, pero que se siente abrigada por el calor de su fogoso amante.El encanto del lecho en compañía.El tacto de mis manos sobre la piel ansiosa.Recorriendo y reconociendo formas.La conversación cantarina, la risa, el llanto, como expresión de emoción satisfecha.Dos libertades, dos gritos, dos sexos.Dos cuerpos y dos almas, liberados de prejuicios, envueltos en la sinceridad de sus minutos.Que no tienen dimensión, ni mundo, ni tiempo.El abrazo con la verdad del amor, en el simbolismo de la creación, cuando la piel estalla en calor y se confunden los efluvios en la compatibilidad total.Cuando el cielo está más cerca, en la majestuosidad de la plenitud.Las palabras no caven y los ojos se abren y cierran sólo para retener el recuerdo más adentro, donde las pupilas no alcanzan.El recuerdo de la vida, de los sentidos, del ánima.El deseo del momento futuro, de la repetición feliz, de la laxitud del relajamiento que invita a la caricia suave, seductora y reveladora de la cima alcanzada, que doblega y obliga a continuar en contacto con la piel estremecida y sudorosa, en la revelación de que no son dos, sino uno en dos trozos.

Título obra: DivagacionesAutor: Rolvider Hermes Te: 00 54 011 4821.2024

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LA PAMPA



La tremenda pampa.
Donde las leguas se extienden y el aire se bebe, catapultada por el viento hacia la garganta y los ojos galopan cadenciosos, recurriendo a las pestañas como rebenque.
Pampa del horizonte profundo, que se aleja inalcanzable, como esperanza perdida, en el esfuerzo tonto del avance inútil.
Donde el pequeño monte se llena de zumbidos y sombras que cobijan el mugido triste del ganado, que comprime el pecho como plegaria arrepentida.
Y luego los alambrados, las aguadas y los bretes.
En los días de marca, el hierro rojo deja el olor del cuero dolorido, indicando dueños, como la señal de Dios en nuestra alma.
La cruz del asador, sostenida su espada por la tierra y el crepitar de la leña con llama despareja, copiando al viento.
La carne, cuya grasa crujiente riega con sus gotas el suelo duro, espera que el facón de acero bruñido haga el corte preciso, dejando sobre el pan el trozo apetitoso, tierno y caliente, que cede ante el primer mordisco presuroso, deleitando la boca afortunada.
El grueso vino tinto desgrasa la garganta y, en cascada roja, para al interior ansioso.

Campos de mi pampa tremenda, con su alimento de sabor inigualado que, con sólo sal, proporciona el gusto total al que las cocinas refinadas del mundo no pueden llegar.
Cielo en que las nubes marcan su paso con la rápida sombra en la tierra, pero que no alcanzan a interrumpir la reverberación de la inmensidad plana.
Aquí y allá, desparramadas en el tiempo, osamentas dormidas que elevan, impávidas, sus cuernos a lo alto, en señal de su acusación y su dolor silenciosos y que, a no ser porque representan a la muerte, se diría que han sido puestas allí para quebrar la monotonía visual de la planicie sin límites.
El caballo evita los hoyos, por temor a la vida oscura de la vizcacha que a veces, engañada por la falsa luz del hombre, se deslumbra y muere, con un resultado de carne blanca.
Ranchos que señalan la orilla del monte, con el zinc y la paja de sus techos bajos, con apariencia frágil, pero capaces de afrontar las tormentas bravías, como el alma bendecida.
Los hombres son de a caballo, con la robustez física de la interperie, duros como el acero de fragua, con su vida acotada por el círculo del horizonte de la inmensidad llana y con pensamientos que llegan no más allá de lo que pueda llevarlos su montura.
Las mujeres son de piel quemada y con pechos y caderas de curvas amplias, impregnadas del olor a humo de la leña quemada, que obra como un afrodisíaco para el hombre de sol y campo que al atardecer regresa, ávido de mujer y descanso.
Vidas nuevas surgen en la soledad que aterra, con el agua hirviendo y la placenta sana, mientras afuera aguardan silenciosos los perros de la pampa, compañeros del jinete, que esperan el llanto del fin del parto.

Sobre el tosco mueble, la Virgen pródiga, iluminada por la vela, bendice el acto y la señal de la cruz marca los rostros de piel ajada.

Planicies enormes de mi patria amada,
pretérito mar estremecido de formación.
Sinfonía evolutiva que, en lenta acción,
creó al hombre de alma dura y callada.

Canto a tu sol, canto a tu tierra,
canto a los misterios que ocultas porfiada.
Canto al jinete que traspone la quebrada,
guiándose por el cielo en noche estrellada.

Canto a tu vida, canto a tu llanto,
derramado en lluvia que florece en pasto
Al niño que nace por bendición casto,
y a tu fuerza colosal. A todo eso canto.


Autor: Rolvider Hermes Petroni.
00 54 4821 2024

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LA NUBE ROJA

Miguel tuvo que detener su caminar de pasos lentos. Sus problemas digestivos se estaban agravando, pensó. El dolor intenso que le subía del estómago y le llegaba al pecho por debajo del esternón, se tornaba insoportable y sabía, por experiencias anteriores, que debía quedarse quieto un momento, hasta que cesara.

Miró a Mancha, que estaba a su lado, que también se había detenido, y envidió a su perro por su perfecta digestión, ya que los dos habían comido lo mismo, aunque los mejores trozos de la escasa carne guisada los saboreó Mancha pues él tenía muy poco apetito y prefería alimentar bien a su perro.

Miguel se sentó en el suelo y apoyó su espalda encorvada en los restos de una pared que quedaba en pie de lo que había sido una vivienda precaria en esa periferia del Gran Buenos Aires.
Sus ojos miraban casi sin ver, ya acostumbrados a la fealdad tanto en lo visible como en lo oculto, el paisaje que lo rodeaba.
Los terrenos eran bajos y arcillosos y el agua de las últimas lluvias, de hacía días o años, permanecía formando charcos dispersos y malolientes, que competían, en esa vista horrenda, con matorrales sin nombre, cuyos colores no alcanzaban al verde, y los plásticos livianos de lo que habían sido envases ordinarios, volaban llevados por el viento, hasta encontrar contención en alguna rama resistente y alambrados que nadie sabía para qué servían.
Eran colgajos agitados, como restos de brazos de espantapájaros grotescos, despojos que la muerte, en su paso por allí, dejó como señal de su sombra eterna.

Miguel, lúcido al ir cediendo el dolor, pensó en un cementerio para os desechos del más bajo consumo humano, donde la desidia llevaba a la suciedad extrema como ambiente sociológico, apto para la proliferación de la pobreza, la desolación y el vacío de futuro, mostrados a través de una burbuja transparente que los encerraba y cuya visión llevaba al estremecimiento.

Bajó la mirada y se encontró con los ojos marrones, fieles e interrogantes de Mancha, que expresaban su devoción, y los signos de pregunta de sus orejas tiesas cuando, sorprendido de esa detención súbita en un lugar tan inhóspito, interrogaba en silencio y al no obtener respuesta, se acurrucó paciente al lado de su amo, esperando la señal para continuar sus pasos sin rumbo.

A una distancia relativamente corta y casi bordeando el camino pavimentado, podía verse un agrupamiento apretujado de refugios precarios, con el predominio de la chapa y del cartón, separados por estrechas calles de tierra asentada por pies desnudos, y se oían gritos de chicos en sus juegos y el ladrido de perros apestados.

Miguel aflojó un poco el cuerpo y su posición ahora pasó ahora a ser recostada.
Aún persistía el dolor, aunque no con la misma intensidad; se confesó a sí mismo que estos ataques se repetían con más frecuencia y tenían mayor duración, pero no se le ocurrió en qué forma podría mejorar su alimentación.
En el pequeño bulto a su lado estaban los elementos de cocina que utilizaba; la olla de aluminio abollada y tiznada para hacer los guisados, la pava y el mate, para con él en las manos, sintiendo su calor, dejar pasar las horas abstraído en el tiempo que no quería vivir, cuando encontraba el lugar adecuado para la comodidad de Mancha y él.
Sobre el lecho pastoso, las ramas secas proporcionaban el fuego.

Miguel ya se había acostumbrado al abandono y el perro lo seguía y aceptaba en su condición actual, en que lo más importante era un alimento tibio para los dos, que comían silenciosa y equitativamente.

Miguel fue relajándose en una languidez extraña. El lugar donde estaba no le agradaba, pero en ese momento no tenía las fuerzas suficientes para seguir y buscar un sitio más protegido.
El atardecer traía consigo un aire más fresco que ya el sol dejaba de entibiar. Desató el hilo, ya veterano, que comprimía el envoltorio con su escaso abrigo y cubrió sus piernas con la manta endurecida por el uso y la falta de lavado, cuidando que también Mancha pudiera reposar sobre ella. Era mejor que el suelo duro y salpicado de escombros que lo rodeaba.
De nuevo su mano acarició la noble cabeza del perro.
Y recordó.
Recordó aquella tarde en que descendió del colectivo que lo dejaba a tres cuadras de su casa, habiendo ya terminado su turno de trabajo en la fábrica.
Recordó los agudos ladridos de ese cuzquito, blanco, y marrón, que se aferraba con sus dientes blandos a sus pantalones y que era tan hermoso e inocente que la indiferencia se alejaba derrotada.
Recordó la simpatía que ese pequeño perro derramaba y el calor de su cuerpo cuando lo levantó para acariciarlo.
Recordó los ojos chicos, negros y redondos en ese entonces, que lo miraban amigables.
Recordó la nariz húmeda que olfateaba sin descanso y, por fin, la lengua suave que recorrió su rostro afeitado con una humedad cálida.

Para acompañar los pasos largos de Miguel, el cachorro tomaba carrera, pero aún era torpe y se enredaba en sus propias patas, rodando sin daño, hasta reponerse y continuar su seguimiento.
La sensibilidad y amor de Miguel se despertó de inmediato, atraído pro esa inocencia y belleza que buscaba dueño y Mancha entró en la casa, con una aceptación muy fría por parte de Elena, que no se atrevió a contradecir a su marido, cuyo entusiasmo desbordaba.

No hubo mucha imaginación en la elección del nombre. La mancha marrón que cubría parte de su cabeza y ojo izquierdo, determinó su identidad.
Mancha resultó ser un perro de mediana alzada, fuerte, pelo blanco y duro aplastado, en la imagen típica del perro de la calle, con el instinto desarrollado en la defensa y rápido en el aprendizaje.
La unidad quedó conformada, hombre y perro pasaron a tener los mismos gustos y se extrañaban como si estuvieran en celo.

Miguel, a su regreso del trabajo y cuando bajaba el último escalón del colectivo, dirigía rápido su mirada a la vereda y allí, a un metro de la parada, estaba Mancha, sentado, esperándolo y un violento agitar de cola y un restregarse contra sus pantalones, denotaban su buen humor y alegría, y los dos se iban contentos, caminando y corriendo las pocas cuadras hasta la casa, jugando y riendo.

La luz naranja del poniente rebotaba en otros lugares de la tierra y acá llegaba oblicuamente a las nubes, que se transformaban en un espléndido vapor rosa, rodeado de cielo, que declinaba hacia el blanco y se cortaba cuando un viento alto las obligaba a separarse.

Miguel, aliviado momentáneamente del dolor de su pecho pero entregado a un cansancio total que también comprendía su alma, movía con lentitud las pupilas y quería retener eternamente ese fulgurar glorioso de nubes casi rojas, cuyo color iba degradándose sin la posibilidad de reconocer límites, hacia una rosa cada vez más suave, más disperso, y luego la mezcla final con el blanco triunfante.

Se dijo a sí mismo que estos últimos años sin techo y sin rumbo, le habían enseñado a elevar la vista en forma constante; en un principio, para observar la posibilidad del buen o mal tiempo, ya que la lluvia y el frío eran factores a tener en cuenta, tanto por él como por Mancha, pero luego para disfrutar del espectáculo celeste: cielo azul que se oscurecía, los primeros puntos luminosos que marcaban la oscuridad, el borde de la luna que noche tras noche iba creciendo hasta el gigantismo de su cara redonda, y después la vejez que la achicaba, como un parangón con la vida humana, hasta desparecer tragada por la nada.

Él hubiese querido estar en ese otro mundo, donde no había que caminar pues se flotaba llevado por los vientos, y recorrer distancias que sus pies torturados le impedían y no tener que mojarse con el agua helada que le caía a torrentes, pues estaría por sobre ella. Y Mancha, limpio y alegre, se regocijaría con la levedad del rededor, que le permitiría saltos más altos, hasta alcanzar el rostro querido de su amo y poder lamerle la cara, cubierta ahora con una barba hirsuta, aunque se lastimara la lengua sedosa.

Miguel no quería tomar conciencia de que en su contorno se extendía un páramo de fealdad desoladora y se embriagaba con la belleza de la altura que, en su posición recostada, hasta le era más fácil para ver. La extraña sensación de drío que sentía se fue acentuando, obligándolo a cubrir con la raída manta un poco más de su cuerpo escuálido. No era frío que penetrara por la piel, más bien venía de adentro hasta llegar a su epidermis y congelarlo.
Pensó en proteger también a su perro, pero éste estaba muy tranquilo, a su lado, con esa cabeza que tanto conocía dándole calor en su falda.
Su infarto avanzaba, aunque él no lo supiera, y pequeñas zonas del corazón se plegaban a la muerte, haciendo más lenta la circulación de su sangre roja, que iba perdiendo calor.

Por fin volvió el recuerdo de lo que hacía tres años tenía en la zona más oscura de su memoria perdida, ya que había abrazado la no identidad del ser sin pasado, y también sin futuro, que caminaba su tristeza por el sendero del no saber, para amenguar su sufrimiento.

No quería tomar conciencia de su vida pasada porque eso lo llevaba a la inconsiencia, en la que el choque de pensamientos era como el fragor de los hielos al quebrarse, y ser perdía en un abismo negro, sin fin, esperando el golpe del final que le llevaría a la revelación del despertar en la mañana, en su dormitorio, con Elena a su lado que aún dormía, mirando por la ventana como el día florecía en la luz que, tímidamente, ya se filtraba hacia el interior, perfumado por las ropas limpias y los pisos encerados, mientras desde el pequeño jardín del frente se deslizaba tenuemente el aroma de algunas flores que evaporaban su rocío de la noche húmeda.

Su casa blanca, con recuadros de ladrillos a la vista, en cuya construcción sus manos encallecieron en la ayuda a los albañiles, para que terminaran antes de lo prometido y el presupuesto fuera menor, que fue tomando forma, con sus dos dormitorios, el de ellos y el de las nenas, el comedor y la cocina amplia, con el aparador recubierto por láminas brillantes con sus adornos de platos en sus trípodes y algún retrato de antecesores olvidados.
La amplia mesa donde las chicas hacían las tareas escolares y era un buen observatorio desde donde ver televisión.

Él era el que se levantaba primero y era una satisfacción percibir el silencio mientras, con cuidado iba hacia la cocina a preparar el mate, cuyo sobro inicial, frío y amargo, era para él y cuando la yerba le daba sabor al agua caliente, tocaba suavemente el hombro desnudo de Elena quien, luego del desperezo, tomaba el mate en su mejor momento, recobrando el conocimiento perdido en horas de sueño profundo.

Miguel posó su mano fría en la cabeza de Mancha y lo acometió de súbito una desazón. ¿Cuántos años tenía Mancha?. Según su precaria medición de tiempo, alrededor de diez. Se acordaba haber leído que un año en el ser humano equivale a siete en un perro, lo que daba un resultado preocupante. Mancha tenía setenta años humanos. En su inocencia elevó su pedido para que no fuera así, que la equivalencia fuera con él, pues si llegaba a perder a Mancha perdería definitivamente su nexo con el mundo.
¿Y qué edad tenía él?
En octubre había cumplido cincuenta y siete.
Era más joven que Mancha, por Dios que no se enferme!.
Elena, Elena era bastante menor que él. Tendría en este momento cuarenta y dos años. Y era hermosa, una mujer en la plenitud de su madurez, al menos hasta que él tuvo oportunidad de verla.
Las chicas, la mayor (habían pasado tres años) en este momento pasaba los dieciocho y la menor transitaba los dieciséis.
Sacudió la cabeza enojado, negando el recuerdo. Él no tenía a nadie, a nadie más que a Mancha que envejecía y a quien debía cuidar, muy especialmente de los fríos que podían perjudicar sus articulaciones, proporcionándole también alimento adecuado a su edad madura y no restos putrefactos que en alguna ocasión le había visto olfatear.

Miguel entró en un ligero sueño raro, en una modorra inquietante en la que no podía manejar sus pensamientos, que estaban llenos de visiones borrosas, como las de un espejo empañado que reflejara una realidad desvaída y contraria a su mirar desde el interior, pues le devolvía la imagen refractada de lo que él había visto, había sufrido, había vivido...
En su desvarío, pobre espíritu que se estaba elevando, pensó que el espejo tendría que ser de una dimensión colosal y muy especial, para que todas las almas se mirarran en él, para poder así transformar la maldad en bondad, el egoísmo en generosidad y el engaño en sinceridad.
Espejo para las almas...¿Dios no tomaría como suya la idea?
Lo que se ve hermoso, podría reflejarse horrible y lo que no es muy agraciado, podría iluminar el día y expandirse, a través de la diafanidad de la imaginación creadora, tanto la luz como la música celeste para que él y Mancha, con sus orejas paradas, la escucharan arrobados.

La fuerte opresión en el pecho se repitió, lo que le sorprendió pues estaba en reposo hacía un buen rato, no sabía cuánto porque él ya no se manejaba con tiempos. Le nació con timidez la idea de que cuando pasara delante de algún hospital, podría hacerse ver con el médico de guardia.
Mancha no era problema, lo esperaría afuera, bien quieto, hasta que él saliera.
Al reflexionar, desechó de lleno la intención, pues, se dijo, estaba cubierto con harapos y no precisamente limpio y no querrían atenderlo así.
Además, siempre había sido un hombre muy sano y durante más de los veinticinco años que trabajó en la fábrica textil de don Roque, no recordaba haber estado enfermo, salvo algún enfriamiento natural.


La irrigación sanguínea de Miguel ya era deficiente y estaba en un estado hipnótico, en el que el recuerdo, pese a no quererlo, quedaba fijado, sin correlacionarse con tiempos ni secuencias, pero sin dolores.

No era nostalgia, que implica tristeza, deseo de volver a vivir lo que se fue y lamentar lo que se ha ido.
Él ya no tenía sentimientos, se habían agotado, excepto para con Mancha que, en definitiva, era parte él mismo.
No tenía miedos, rencores, odios, o amores; más todavía, ni siquiera tenía indiferencia, que hubiese sido tener algo.
Nada importaba a esa alma mustia que permanecía en la tierra para acompañar al cuerpo declinante que no la dejaba elevarse.
Pero aún vivá...


Miguel pendía de una hebra deshilachada para amarrarse a la vida.
Sus labios ya comenzaban a tomar el color violáceo con el que nos sacude la presencia ineluctable de la muerte, la de la regulación igualitaria, la que no vende tiempo, la que está en término del camino al que no se espera llegar, sobre la que no se tiene experiencia ni recuerdo.
Es la vida la que nos lleva a ella y es la vida la que la acicala, cubriéndose de negro y dolor o proporcionándole la luz intensa de la pureza y la paz.

Miguel entró en una pasmosa insensibilidad en la que las imágenes comenzaron a surgir como fotografías proyectadas al inmenso telón del mundo que él conocía y se veía también él, como si hubiese sido clonado, junto a Elena y las chicas, en los paseos dominicales, rodeados del verde de los árboles y el césped de colores sombra y sol sobre el que se recostaban.
Pero él no integraba la escena, únicamente la estaba mirando, negando así la posibilidad de recuerdos que su alma destruida hacia más de tres años había borrado, para permitir el retraso de la presencia negra.


La fábrica de don Roque, los telares moviéndose rítmicamente, lentos los más antiguos y muy veloces los nuevos incorporados por necesidad de un mercado demandante, con los tableros de control computarizados, que él, Miguel, manejaba, cambiando las matrices si era necesario, vigilando que no ser cortaran los hilos y que el ambiente estuviera libre de polvo de algodón, gracias a los grandes extractores.

Miguel no tenía vistas en secuencia, sin intervención de sus ojos ya entrecerrados, sino sólo estallidos de episodios, algunos nimios en apariencia, que por alguna razón desconocida quedaron grabados en él y eran parte del escaso equipaje que le acompañaría en la senda ya marcada por una claridad inefable y por la que no tendría que caminar, sólo dejarse ir.

La fábrica, su querida fábrica, donde los chequeos médicos eran anuales y él se divertía mucho cuando llegaba el momento de los diversos análisis y ver a las jóvenes entregar con timidez a la recepcionista, tratando de ocultarlo, el pequeño recipiente con orina, y a mujeres mayores que, con desparpajo, la llevaban en botellas plásticas de un litro. Su juego consistía en acertar el tamaño del envase, antes que saliera a la vista y el premio era la sonrisa que le provocaba su sicología que no erraba. Mantenía un respeto absoluto y educado, aunque no dejaba de pensar en lo trabajoso que habría resultado manejar envases de boca tan chica.
Ahora mismo, yéndose de la vida, un rictus pretencioso se marcó en sus labios oscurecidos.

El mutuo y creciente respeto con don Roque era motivo de orgullo para él y las distinciones de trato y de remuneraciones, las agradeció con su adhesión incondicional y su trabajo esmerado. Don Roque contribuyó para que pudiera terminar de construir su casa, con adelantos de varias quincenas, préstamos que, si bien devolvió, habían sido degradados por la inflación.

Elena, la pequeña Elena, a la que conoció cuando ella comenzó con sus tareas de obrera, en el sector cuyo jefe era él, y que de inmediato despertó sus sentimientos de protección, al verla tan joven y torpe en muchos aspectos y de la que en definitiva quedó prendado, con un amor bueno y total.
La unión de ellos, con el modesto festejo en el que don Roque y su familia fueron invitados distinguidos.

Los embarazos de Elena, que le causaron tanta preocupación y el complejo de culpabilidad que soportó por los dolores que ella sentía y la sangre del parto, diciéndose que no era justo lo que le pasaba, pues si ambos habían participado, ambos tendrían que sufrir por igual.
Los años de trabajo pleno en que fue necesario habilitar dos turnos para incrementar la producción de los telares.
Luego, la pérdida gradual de la jovialidad de son Roque que, si bien seguía recorriendo el ámbito fabril, ahora lo hacía en silencio, sin levantar los ojos del suelo, y los depósitos abarrotados de mercadería

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CRÓNICA DE UN MALVADO




SANTIAGO I

La sombra avanzaba sobre el barrio pobre.
Las casas bajas iban desdibujándose en la oscuridad y las luces que se filtraban por sus estrechas ventanas, las asemejaba a enormes luciérnagas posadas sobre la tierra.

El cielo aullaba con el viento que hacía correr a las nubes negras, más bajas que las blancas de la tormenta, y en su galope dejaban entrever la claridad que más arriba comenzaba a destellar intermitentemente.

El aire se poblaba de sonidos graves y, muy a lo lejos, se veían fulgores como presagiando batallas.

De pronto, desde los cargados vapores electrizados estalló la luz en líneas vívidas que buscaban el polo negativo y lo encontraban en la tierra, que tembló sísmicamente frente a la descarga, como hace el hombre en el final de su destino, en la soledad del cuerpo cuando se va el alma.

Y luego nació y fue creciendo un ruido sordo y envolvente , que, más lento, seguía a la luz, acompañándola, para, poco a poco, adquirir una dimensión de coloso, despertando el temor a lo absoluto, en un estallido auditivo fronterizo con el pánico por miedo a lo desconocido.

La tormenta eléctrica apuró el parto y en los segundos de silencio que siguieron al estruendo, a los que alarga la angustia, se oyó el grito final de la parturienta y, a continuación, el llanto demandante del niño que despertaba a la vida exterior en medio de la naturaleza hostil.

La lluvia castigaba el techo de chapas y fuertes ráfagas la empujaban, con una musicalidad metálica ensordecedora, con tonos que, cualquier órgano gigante, seguían el compás del viento.

El llanto de la demanda cesó cuando la pequeña encontró el pezón que le trasladaba vida y calor, y en ese tierno cuerpo, remedo humano, no había otra inquietud que la de su satisfacción.
Los dolores persistían en quien le había dado el ser.
El egoísmo es el principio del nacimiento y difícilmente llegue a compensarse en los pasos venideros que, al contrario, lo exacerban.
La generosidad es hija de la sabiduría y a ella se llega con auxilio divino.

También la lluvia fue amainando, convirtiéndose en llovizna fría, que obligaba a abrigarse.
En el temor que causó lo vivido, llegó a percibirse la insignificancia de lo que hay sobre la tierra, pero, junto con el agua, también cesaron los arrepentimientos y ya nadie recordó sus promesas, que fueron olvidadas, como se olvida a la muerte cuando se está en salud.


Santiago fue el nombre elegido.
No por algo en particular, ni porque estuviera preestablecido, sino porque fue el primero que se cruzó por la mente de alguna de las asistentes al parto.

Su elección fue similar a su concepción, sin pensamiento inmediato ni futuro.
Llegó a la vida como piedra que se arroja a ras del mar para observar las ondas que se van expandiendo hasta su hundimiento definitivo.
No provocó alegría ni pesar; sólo fue algo que sucedió.

Resultó ser un niño sano, de piel morena y cabello negro, con rasgos faciales normales, excepto los ojos, que se fueron tornando cada vez más oscuros y labios carnosos que presagiaban sensualidad.

Cuando tenía cuatro años, un día advirtió que su padre ya no estaba más en su casa y que su madre salía por las tardes, regresando a la noche con signos de cansancio, y le preparaba entonces en forma rápida una comida liviana, antes de indicarle que se fuera a la cama.

Las calles de tierra, los amigos de sus juegos y peleas, y las bulliciosas mujeres de la vecindad, eran su ámbito y conocía hasta el lugar en que, en las noches frías, el calor interior provocaba la condensación en las desnudas chapas del techo que goteaban con insistencia rítmica.
No conocía besos de amor, ni fiestas de cumpleaños.
Todos los días eran iguales.

Se cumplía la afirmación bíblica que dice que le mañana ya fue, que ya sucedió, que no hay nada nuevo sino la repetición eterna de la vida y de la muerte, y que la vida es una sucesión de comienzos en el camino hacia el fin.

Por las noches estaba solo hasta cuando, sin hora precisa, regresaba su madre, que demostraba claramente el esfuerzo que le demandaba atenderlo.
Era un chico más de la calle, aprendiendo, de la manera más cruel, el desamparado de la vida.
Sin saberlo iba acumulando rencores, que por el momento no tenían expresión, pero que eran simientes de rebeldía futura.

Se acostumbró a su rutina; por la mañana el trozo de pan acompañado por una infusión caliente, luego la calle; al mediodía un plato de comida y luego nuevamente la calle y los juegos.

Ya de noche y cansados sus ojos de la pantalla de la televisión, buscaba algo para satisfacer su apetito, generalmente restos de almuerzo, y se iba a la cama donde muchas veces lo sorprendía el sueño antes de que su mamá regresara.

Poco a poco, fue ampliando sus recorridos y descubrió que el aspecto de los barrios a los que iba llegando mejoraban, con calles pavimentadas y casas con jardines cuidados en su frente.
Su presencia en esos lugares se hizo habitual y se relacionó con gente nueva, mujeres que lo recibían con amabilidad, ofreciéndole de a ratos el calor de sus hogares limpios, y alimentos que completaban la melancólica mesa de su propia casa.

Hizo amigos que vestían ropas limpias y hablaban un lenguaje distinto, más prolijo y con una pronunciación y fonética claras.
También comenzaron a obsequiarle la ropa usada de buena calidad, desechada por ellos, y su aspecto fue mejorando.

Se mantenía el subido el color moreno de su piel y su crecimiento era armónico, con una figura delgada, ágil y nerviosa.
A medida que crecía, sus ojos negros se fueron profundizando y su mirar fijo hablaba de desafío y presagiaba tormentas de ardor y honda rebeldía.

En muy corto tiempo aprendió a leer y escribir y la lectura lo apasionó, pues tenía un ansia irrefrenable de conocimiento, pues encontró su nutriente en los libros que sus maestros le proporcionaban y en la pequeña biblioteca de la escuela.

Muchos largos atardeceres y noches, cuando, solitario, esperaba el regreso de su madre, para apartarse de sus pobres condiciones se refugiaba en las amarillentas páginas del último texto leído.

Su visión del mundo se amplió y fue adquiriendo una noción más realista del universo que le tocaba compartir.
Mejoró su forma de hablar y su léxico con un vocabulario enriquecido.

Su búsqueda constante de lo nuevo, de lo que no conocía pero que presentía, alimentaba su ansiedad, manteniéndolo en una actividad febril, que los impelía a abandonar sus juegos de niño e ir a visitar los hogares de los alrededores, donde se sentía cómodo en la compañía de gente mayor que lo trataba con simpatía, en un reemplazo tangencial a la falta de amor de su concepción y nacimiento, en la ilusión de sentirse querido y protegido por alguien.

Sin embargo, también sufría fuertemente las punzadas de la discriminación, cuando alegando motivos banales lo alejaban o cuando el lato de comida ofrecido no era igual que el destinado a los allegados directos.
Aprendió a soportar los sinsabores, lo que no quiere decir que no los recordara, y cuando ello sucedía regresaba a la soledad de su casa, enfrascándose en alguna de sus lecturas predilectas, dormitando de a ratos y despertando agitado por el deslizar del libro al caer.
Su sensibilidad estaba exacerbada y su silencio y su recogimiento en sí no significan olvido.

La generosidad, que es un don difícil para la dimensión humana, está reservada a seres especiales que son santos o se acercan a ello.
Es sincera y se aparta de la propia satisfacción para no caer en el equívoco de buscar la pureza. No es dádiva, sino que es compartir lo mucho o poco que se tiene, no solamente en bienes materiales sino también en sentimientos.

El desprendimiento no debe sentirse, ni tan siquiera como una alegría, pues eso significaría obtener una recompensa.
Debe interpretarse la doctrina de Dios, generosidad divina, que nos dio la vida y señaló el camino a seguir, dejando la conducta humana al libre albedrío.
La vida o la muerte son las encargadas de juzgar los merecimientos.
Su práctica no debe esperar ningún agradecimiento, pues si así lo hace caerá en la desilusión ya que, por regla general, no provoca emulación sino envidia y rencor.


Santiago ya tenía nueve años.

Se iba desarrollando con buena estatura, manteniendo su delgadez dinámica, con brazos largos, piernas rápidas y rostro que tendía a la cuadratura, de mandíbula firme, y ojos que miraban con asombro desde la oscuridad de su fondo.
Se mantenía y acrecentaba su pasión por la lectura y su mente inquisidora anhelaba aprender.
Era el líder en las reuniones y encabezaba los juegos y competencias, pero no descuidaba sus visitas y relaciones con los hogares vecinos, donde era bien acogido.
Una noche, luego de un día muy activo en que no había tenido descanso, ni tan siquiera el paréntesis tranquilizador de sus visitas habituales, regresó a su casa agotado y hambriento, con el deseo de satisfacer su apetito voraz. Aún no había regresado su madre, lo que no le causó extrañeza pues sucedía a menudo.

La ansiedad que provenía de su estómago, se incentivaba a casa minuto que pasaba y comenzó febrilmente a buscar alimentos con que satisfacer su apetito.
Su búsqueda no tuvo éxito. Nada había en la modesta cocina de la vivienda, excepto algún trozo de pan ya duro.
Era muy tarde para ir a visitar casa conocidas y él no tenía ni un centavo para poder comprar algo.

Lo invadió la desesperación, producto de su imposibilidad y de su suerte repetida, ya que no era la primera vez que esto pasaba, aunque en las otras ocasiones estuvo mejor preparado, pues por las tardes se había alimentado convenientemente.
A la desesperación le siguió la rabia.
Una rabia visceral sacudió su cuerpo, haciéndolo temblar convulsivamente.
Su rostro se transformó.
Su piel tomó un matiz de lividez y gotas de transpiración helada corrieron desde su frente, regando sus mejillas.
Sus ojos se profundizaron en el resplandor negro que brotaba de adentro, de muy atrás.
Su boca se contrajo y sus labios tomaron a figura de un rictus de crueldad que asustaba.
El niño maduró.
En unos minutos, como en un salto al vacío, dejó la niñez y adolescencia y llegó a una juventud dolorida que clamaba venganza.
Y al juramento, solemne y trágico, de que ya nunca más padecería hambre, que nunca más le faltaría dinero para satisfacerse, que nunca más esperaría ayuda de alguien, sino que simplemente tomaría lo que necesitaba, bajo cualquier procedimiento, con desprecio absoluto hacia los demás, hacia la sociedad y hacia el cielo que lo vio nacer en noche de tormenta, sin misericordia, sin moral y sin fe.
Los dolores y la falta de amor acumulados en su hasta ahora corta vida, afloraron repentinamente y ya sin remedio.
Hacía nueve años, en una noche de tormenta, había nacido un niño no deseado.
Esa noche estrellada, de cielo diáfano y aire limpio, había nacido un monstruo.


MABEL

Mabel disfrutaba de su soledad.
En su coqueta casa con jardín al frente, que Santiago conocía bien en sus recorridas por la zona, desde unos meses atrás vivía una tranquilidad nunca antes gozada, ocupándose ella misma de las pocas tareas necesarias, satisfaciendo sus gustos, durmiendo sus sueños en os momentos que así quería, solazándose en el silencio o con la música suave que penetraba sutilmente en sus oídos y por las noches algún programa de televisión que estuviera adecuado a su espíritu calmo, sin gritos, sin la común invocación al sexo, la inducía lentamente al dormir relajado, esperando la luz del día siguiente, que sería igual al que había vivido, conforme con haber cumplido, aunque fuera en parte, con el papel que la vida le había asignado.

En realidad, sin ella saberlo, esperaba.
Como se espera el despertar, sin saber que llegará.
Como se espera la noche, que indica que se terminó otro día, que se ha vivido otro día, y que al dormir es posible que continúen eternamente los sueños, que se suceden inacabablemente y que muestran la sucesión de deseos, temores, horrores en negro, la caricia deseada, la infancia perdida, el rostro amado, la oscuridad de la muerte.

A los treinta y nueve años era una mujer de destacada personalidad, que no podía calificarse de hermosa pues nada en ella escapaba de lo normal piel blanca, cabello castaño, rostro angular, nariz mediana y recta y boca de labios algo gruesos, en un cuerpo que alanzaba el metro setenta centímetros, buenos pechos y estrecha cintura que hacía notable sus caderas desarrolladas.

Había algo indefinido, no identificable, en el conjunto de su figura, en su postura, en la forma de caminar, en el aire que agitaba con sus movimientos, en el olor casi imperceptible de su piel, en el roce de sus ropas, que atraía las miradas que, estáticas, la contemplaban como un deseable ejemplar femenino.

Su pasado era muy simple.
Cuando tenía veinte años, luego de varios amantes jóvenes, con romances de duración dispar, en un franco declive de su vida y muy cerca de llegar a la prostitución, conoció a Manuel, un hombre treinta años mayor que ella, y desde el primer encuentro la satisfacción obtenida fue recíproca, como nunca antes la habían logrado y no pasó mucho tiempo sin que se convirtieran en amantes permanentes, ya que Manuel se enamoró profundamente de ella.

Mabel no cría estar enamorada, pero sentía honda admiración por él, quien trataba de satisfacer hasta sus pequeños caprichos, era poseedor de una cultura vasta y una correcta visualización de la responsabilidad de sus actos.
Sin promesas vanas n juramentos apócrifos, ambos fueron absolutamente fieles el uno a otro.
Una casa ubicada en un buen barrio los acogió y se constituyó en la vivienda permanente de Mabel.
La propiedad estaba a nombre de ella sin ninguna clase de impedimentos.
Los encuentros eran en ocasiones apasionados y otras veces muy tranquilos, suaves y tiernos.
Las conversaciones constituían un largo intercambio de revelaciones, de secretos escondidos, que profundizaban el mutuo sentir y la compatibilidad que los unía.
Manuel tenía viejas y fuertes ataduras sociales, difíciles de romper.
La idea de unir sus vidas para continuar el camino que aún les restaba, flotaba en ada encuentro, pero allí se quedaba, como al acecho de un momento mejor.

Mabel nunca lo insinuó, pues comprendía que el fantasma de la culpa y del arrepentimiento hubiese ensuciado luego lo hermoso de la relación.

Gozaba con la sombra que la rodeaba obteniendo que sus encuentros tuviera luz.
Ella quería darle paz felicidad a Manuel, sin provocarle inquietudes que traerían alteraciones a su espíritu.

Fueron largos años lo más cercano a la felicidad que humanamente puede alcanzarse, máxime cuando existe una meta a cumplir, que, por remota, no se la menciona, peroen la que es permanente en el deseo del fin del camino.
La renuncia a la posible maternidad fue otra de las promesas cumplidas de Mabel, que si bien sabía que los dos deseaban intensamente, su yo también era consciente de las obligaciones que ello acarrearía a Manuel y, por sobre todo, no quería crear ataduras que trajeran dudas sobre su puro sentimiento de amor hacia ese hombre.

Manuel seguía teniendo una muy buena posición y adquirió para Mabel dos propiedades más, comerciales y para renta, con cuyos rendimientos ella podría vivir con tranquilidad, independizándose así de tener que asistirla con dinero, lo que siempre le había producido rechazo por la similitud que ello podría guardar con pagar sus visitas.
Se veían casi todos los días, durante almuerzos prolongados y Mabel se enorgullecía de preparar platos que él comía con satisfacción.

Los años fueron pasando.
Mabel fue madurando y Manuel envejeciendo.

En sus de soledad tranquila, cuando la somnolencia la vencía, las tardes eran proiacias para el recuerdo:
La mirada fija cargada de amor de Manuel que la contemplaba cuando ella caminaba desnuda y despreocupada por la habitación en una penumbra que dejaba ver su cuerpo, cuyas formas, lejos de declinar, había adequirido la sazón de la felicidad de ser amada con tal intensidad.

Las caricias recíprocamente dadas, sin ningún tipo de inhibición, para ir llegando a un final apoteótico que los llevaba más allá de lo posible, más allá d esta tierra, penetrando en lo infinito, en el azul, en la claridad sin sombras, en le verdadero amor que lo absoluto entregó y que tan pocas veces se obtiene.

Llegaba al convencimiento de que la relación de Manuel y ella había sido lo más puro y lo más sincero que puede alcanzarse en la dimensión humana, fuera de convencionalismos y de morales restrictivas y mentirosas que no permiten ciertos actos si son públicos pero los tolera y hasta apoya cuando un manto de cinismo y mentira los cubre.

En retrospectiva, veía a las parejas que ocupaban otras mesas del restaurante donde iban con Manuel y surgía de nuevo su asombro ante el aburrimiento y el desinterés que se observaba en ellas en un deglutir entrecortado por algunas palabras, generalmente críticas, que querían justificar una velada que permitiera donde pasar el tiempo antes de llegar al lecho común en el que nacía alguna nerviosidad ante la indecisión de iniciar o no algún acercamiento carnal.

El tiempo para ella y Manuel era un bien precioso y las vocalizaciones una caricia que se unía a las miradas brillantes que presagiaban el fuego del encuentro a solas. Era el preámbulo del amor desatado, contenido por la barrera d la ansiedad que lo hacía aún más intenso.

Mabel estaba satisfecha con el papel que había cumplido.
No imaginaba ninguna otra situación que le hubiese permitido ser más felíz.
Fueron veinte años dichosos, durante los cuales fue amada intensamente y ella fue creando su amor hasta convertirlo en el sentimiento único.

Hacía ya seis meses desde que se enteró, por los periódicos, del inesperado fallecimiento de Manuel.
Una parálisis la dominó, hasta que las lágrimas cayeron abundantemente sobre el papel.
En silencio, sin gritos ni desesperación perceptible, con la serenidad de la resignación, con la convicción de la rectitud de su conducta y el ruego para el buen descanso del ser que tanto había querido.
Leyó numerosas participaciones, familiares y comerciales y algún artículo con la foto de Manuel de muchos años atrás e indicaciones de donde se realizaba el velatorio.

Mabel no fue.
Su dolor era de ella, no quería compartirlo con nadie y flotaba el temor de que alguien preguntara por la identidad de esa mujer desconocida.
No podía enlodar el nombre de Manuel ni aún luego de su muerte.
Ella lo recordaría como lo vio el día anterior.
En el sepelio, esperó oculta hasta que todos se hubiesen retirado y entonces dejó sobre la tumba una flor y un lágrima.
Fue su ofrenda a los años plenos de amor que no daban cabida más que al asentamiento.

Dos semanas después de ello, Mabel recibió la citación de una escribanía donde le hicieron entrega de un certificado de depósito de bonos a su nombre por una suma importante y con rendimiento de renta que le quitaba toda preocupación económica.

Manuel nunca le había mencionado ese acto suyo y silencioso lagrimeo que no pudo contener fue otro tributo al amor que se prolongaba más allá de la muerte.

Fueron meses de tiempo detenido, en los que el ayer era el hoy y en los que el día se confundía en la noche, como la vida en la muerte.
La movilidad que le causó el dolor absorbido, contribuía a la declinación de su espíritu y, pese a que no abandonaba el cuidado de su feminidad, el cansancio de vivir se reflejaba en su rostro inexpresivo y en sus ojos sin brillo.
Se distraía mirando mucho hacia la calle el paso de gentes apuradas y vehículos ruidosos y por las tardes el florecer infantil a la salida de los colegios, sin interés por nada en especial, ya que el espejo de su alma empañada no podía reflejar realidades sino solamente lo confuso y vacío de su pensamiento.

Fue como en un lento despertar que comenzó a reparar en ese chico, de unos diez años, que diariamente pasaba frente a ella y que la atrajo por el deslizar casi felino de sus pasos rápidos, delgado, con brazos tal vez demasiado largos y piel oscura, bien erguido, que caminaba con orgullo de su valer, sin temores y pudo observar con que rapidez y habilidad robaba fruta elegida exhibida en los negocios al público sin nunca ser descubierto sino que, por el contrario, era saludado amablemente por los comerciantes.

Su curiosidad venció a la apatía en que había caído y un tarde esperó el paso del niño y lo llamó con la excusa de que necesitaba que le hiciera algunas compras.
Cuando lo tuvo frente a sí se asombró de la fuerza que emanaba de ese rostro de ojos duros que, en su mirar fijo, le causaron un ligero estremecimiento pues de ellos surgía una oscuridad vacía, sin reflejos del alma, sin alegría, sin tristeza, sólo un hondo pozo negro cargado de incógnitas.
A su regreso, advirtió que le gasto estaba ampliado con facturas modificadas en su importe, pero fingió ignorar el hecho y, por el contrario, le insistió en que fuera a visitarla todos los días para encomendarle tareas similares.
Mabel comenzó a tener nuevos objetivos en su vida.

Las visitas se hicieron diarias.
Mabel no lo quería admitir pero la verdad era que esperaba que llegaran esas horas de la tarde en que, con desenvoltura, aparecía ese chico aplomado, de conversación seria, que por sus relatos le permitió ir entrándose de su desamparo y su carencia de hogar.
Se hizo costumbre en ella invitarlo a compartir la merienda, en la que incluía platos dulces preparados por ella, lo que le proporcionó una ocupación que contribuía a recuperar su capacidad comunicativa, llenándole los días, tan vacíos desde la muerte de Manuel.
La relación en progreso llegó hasta el punto que cuidara el aseo personal y la apariencia de Santiago, proporcionándole baños calientes y ropa adecuada.
Casi sin pensarlo, obrando automáticamente, habilitó el dormitorio auxiliar, dotándolo de calor y color, para que fuera agradable a los ojos de Santiago.
Una tarde que se hizo noche, de condiciones climáticas adversas, le propuso que se quedara a dormir, loque fue aceptado de inmediato, ya que su mamá no lo esperaría y la vería al día siguiente.
Mabel rebosaba de alegría; ya no estaba sola, alguien estaba con ella en la casa y ese alguien era objeto cada vez más de su reprimido amor maternal con una mexcla imprecisa de sentimientos que posiblemente rozaran lo sexual sólo por le hecho de que quien estaba allí no era hjo suyo y era un varón.


Los laberintos del sentimiento y del alma.
La verdadera vida que está en el interior.
El amor.
La pasión.
El odio.
La bondad y la maldad
En una unidad inquebrantable
En un todo único, en el que afloran con predominio alguno de los sentires, pero nunca solos, ya que se amalgaman para producir la inconstancia humana que es causal de heroísmo y felonía, en simultáneo, de amor y de odio, de pasión extrema y dela quietud y paz del santo.
Es el alma la que manda.
Es la creación divina, que se disocia de la carne mortal que vuelve al barro después de haber sido el instrumento que le permitió expresarse en la multitud de sentimientos. Una síntesis dicotómica en que la revelación de la verdad está en la Fe, en la sabiduría, en el aceptar con resignación el destino eterno de la lucha con nuestros sentimientos encontrados, que no nos permiten alejarnos totalmente del mal pero nos brindan la contrapartida de la bondad y de la generosidad.. Un balance final que tendrá su corolario en el fin de los días, en la altura del azul.
Es la comprobación de la dualidad: carne y espíritu, en que la primera da placer y dolor y el segundo nos brinda paz de Dios, porque así fuimos hechos, con mácula y aliento celestial, para que nuestro paso terreno sea un continuo oscilar entre los extremos del sentimiento.
En valores absolutos, no hay culpabilidad, no hay inocencia.
Nacimiento y agonía.
Dos instantes.
En uno viene el ánima, en la otra se está yendo.
En medio, la vida.
Que es le aprendizaje hacia la muerte, la que espera con paciencia, sabedora que conoceremos su rostro, sonriente o adusto, como presagio del resultado del juicio.


El espíritu, a veces, da salida a erupciones interiores para que este tránsito, que es antesala del fin, conceda reducidos espacios de tiempo en los que el placer nos eleva a una imposible inmortalidad.
El goce del alma es una tranquila paz duradera, con el amor derramado en las miradas hacia quienes se quiere y en los ojos brillantes de cariño que devuelve, con aflicción o con alegría, la dicha de estar juntos.
El goce de la carne es tórrido y, pese a su intensidad, de corta duración, pudiendo generar pasiones que llegan a lo incontrolable.


La casa de Mabel dejó de estar poblada sólo de recuerdos y fantasmas que, si bien eran bellos, la sumían en la tristeza de un pasado sin retorno y en la sensación que la agobiaba cuando creía que ya todo estaba cumplido y lo que quedaba era la espera morbosa de una decadencia sin destino, lo que iba royendo con persistencia la felicidad de un tiempo pasado.
No había risas pero sí sonidos de vida; el sol se desbordaba por las ventanas con las persianas altas, la ropa para ser lavada olía a sudor y los cuartos de baño a jabón.
Todos los días llegaba Santiago con la excusa de cumplir con algunos recados y a su regreso, devoraba la merienda y, en ocasiones, continuaba con la cena y el descanso cómodo en el dormitorio especialmente acondicionado.
Fueron días y meses de alternancia, hasta que Santiago confesó que su madre le había dejado una corta esquela donde le informaba que se veía obligada a viajar, sin previsible fecha de regreso.
Santiago se instaló definitivamente en la casa de Mabel, quien lo recibió jubilosa.


No hay perdón humano que no esté acompañado de la indiferencia y el olvido.
Mientras haya pasión y recuerdo, no existe el perdón.
Sólo cuando lo sucedido resulta intranscendente y olvidado y ha sido superado en el amino recorrido, puede nacer el perdón, que es el pasado muerto de un corazón ahora impávido al que no le llega la emoción que antes le apasionaba.
Santiago no llegaría nunca a esa etapa.
Sus oídos estaban aturdidos por el trueno de su nacimiento y su sentimiento era de odio, por la iniquidad de sus progenitores, por la discriminación padecida, por le hambre en las noches, y guardaba muy adentro de sí el solemne juramento que alguna vez, sobrepasado por la falta de amor, había hecho.
Su individualidad era perversa e impenetrable y de nada valía el cariño y la atención que le brindaba Mabel. Su vida era de él y no admitía preguntas sobre su comportamiento, limitándose a un silencio ominoso como respuesta.
En una ocasión en la que Mabel insistió en su curiosidad, quedó paralizada al recibir la mirada furiosa, enigmática y negra, de Santiago, quien se fue y no regresó esa noche ni la siguiente.
Una tristeza nueva envolvió a Mabel.
Se quedaría otra vez sola por su malsana inclinación a querer saber lo que no le correspondía, pues ella no tenía autoridad para interrogarlo.
Su misión, de la cual ambos sacaban beneficios, pues el entendimiento era de dos vías, debía limitarse a atender a ese chico extraño, proporcionándole lo que la vida debía, sin intentar cambiar su alma.
Y así se lo prometió a sí misma en el caso de que Santiago decidiera regresar.

Volvió al tercer día y no hubo reproches ni comentarios y se restableció la rutina.
Santiago ya era un adolescente de algo más de doce años, que estaba alcanzando prematuramente su desarrollo físico total. Su rostro tenía algo de bestialidad en la expresión que, lejos de provocar rechazo, era un influjo de atracción anta lo desconocido, porque despertaba el intangible deseo de la dominación.
Mabel, cuya diligencia y atención la llevaban a asistirlo cuando él se higienizaba, alcanzándole toallas y jabón, había ya advertido el despertar de su virilidad, viendo con asombro las erecciones que marcaban el sexo del muchacho, cuyo pubis a estaba cubierto de vello.

El momento de mayor comunicación entre ambos, era por las noches, antes del reposo, cuando Mabel iba al dormitorio de Santiago y comentaban la lectura que él tenía en sus manos.
Cubierto sólo por la una bata su magnífico cuerpo, se sentaba al borde de la cama para comenzar la charla de la que tanto disfrutaba.
De pronto, la fuerte mano de Santiago tomó un de sus pechos y con el otro brazo la atrajo hacia sí, en una demanda que no admitía rechazo.
A la sorpresa le siguió el deseo que durante tanto tiempo había olvidado y toda su personalidad femenina floreció, abriéndose a su naturaleza ardiente al comprobar la muestra de virilidad de Santiago.
No hablaron, pues de todo estaba dicho.
Ella se sintió inundada por ese desahogo primero, tibio, en su cáliz ansioso y su deseo fue en crecimiento, anhelando la repetición que colmara su necesidad y que no tuvo tiempo de expresar, pues Santiago continuó con ardor lo que había comenzado, en un progresión que parecía no tener fin, en la que revelación de que ese fuego no quemaba sino que transportaba al cielo, cerca del sol, en un firmamento abierto, que sus ojos, ciegos hasta ese momento, no habían visto, privándole de una de las cosas más bellas de la creación que es la comunión de los cuerpos, penetrando el macho en las entrañas de la hembra en el simbolismo de la reproducción.
Duren durante mucho rato dos carnes ardientes, en los que Mabel fue tratando de perfeccionar la técnica amatoria de su joven pareja sin experiencia, deteniendo sus apresuramientos y guiándolo con suavidad para la conquista del goce total.
Muy lejos en el recuerdo, quedaron los treinta años vividos por ella más que él, ya que no importaban, pues para ese amor y para todos los amores, la vida y la dicha son únicas y no está escrito en qué momento se pueden alcanzar.
Mabel no tuvo remordimientos.
Después de tanto tiempo había vuelto a gozar y ahora tenía plenitud.



Santiago II

Eran los últimos día del mes de Mayo de una tarde de cielo sin nubes, con la claridad declinante de un sol cada vez más mezquino que, sonriendo, quería ocultarse temprano para dar paso a la oscuridad y al frío. Con cierta burla hacia la rotación de la tierra que alejaba a los insignificantes seres de este lugar de su tibieza y los hacía caminar hacia las sombras, de las que él, complacido, los arrebataría por la mañana alejando a la muerte.
Pero todavía sus rayos de escaso calor, iluminaban al ras y lo que en altura se erguía.
Dos árboles del parque levantaban sus copas para verlo un tiempo más y sus hojas, suspendidas ya muy débilmente, se engalanaban de colores en su intento de mantenerlo visible sobre el horizonte.
Uno de ellos se puso rojo y el otro amarillo, en un estallido de lujuria ante la inminencia de la pérdida de su follaje.
Con la luz atardecida de los rayos en retirada, la tonalidad adquirida era indescriptible y no había pincel humano capaz de imitarla.
Así, sólo pinta Dios.
La ausencia de brisa permitió que las hojas se fueran desprendiendo tenuemente, y el suelo fue adquiriendo un color intenso multiplicado por la cantidad, delineándose la frontera de cada uno de ellos, y brindando para el goce de los ojos el espectáculo inigualable de los colores ingresando al reposo invernal.

Santiago caminaba presuroso atravesando el parque, sin advertir la belleza que lo rodaba. Sus ojos no tenían eco en su corazón ya que en su interior no existía otro color que el negro.
Su apuro era porque quería llegar a la precaria vivienda de su nacimiento antes de que fuera de noche. Si bien seguía viviendo con Mabel, había conservado ese refugio, que era sólo suyo y guardaba, bien escondidos, los secretos de sus delitos: sus ceñidas ropas oscuras que lo hacían invisible en la oscuridad y lo transformaban en una prolongación de ella y su pequeña fortuna proveniente de los robos tanto a casas momentáneamente deshabitadas como a borrachos de los bares a lo que concurría.
Con su antebrazo palpó la daga que llevaba en la cintura, de la que nunca se desprendía, que tenía una filosa hoja de quince centímetros y que le había quitado hacia ya bastante tiempo a un ebrio al que siguió cuando salía tambaleante del café y al que, en una calle oscura, golpeó brutalmente, robándole el dinero y esa preciosa arma que quería como su bien más preciado.
Alos diecisiete años era un joven de una fortaleza no común, de amplio tórax y brazos largos, en los que se advertían los músculos y tendones acerados.
No olvidaba nunca su cruel juramento y encubría sus actividades fuera de la ley con la continuidad de la vida junto a Mabel y su calidad de estudiante avanzado de tercer nivel, sin dejar de la do ninguna de las metas que consideraba esenciales para su cumplimiento y, lo que era aún pero, gozaba con la maldad y el engaño.
Una mueca desagradable se dibujó en su cara, lo que para él era una sonrisa pero que la forma de sus labios, la expresión toda de su rostro y la frialdad, de sus ojos, transformaban en una máscara de maldad que podía causar temor en quien la viera.
Todos los seres vivos sonríen, en forma más o menos visible pero espontánea, y transmiten la luz de la cordialidad, suavidad y amor transitivo y sólo los humanos lo pueden hacer como un estereotipo, para no revelar la verdad de lo que siente el corazón.
En él la mueca obedecía al recuerdo de lo fácil que resultaba el engaño y el uridmiento de tramas que lo hacían parecer ante los demás como un joven ambicioso de progreso mediante el estudio continuo que lo llevaba a destacarse como un excelente alumno.

Su fachada pública era Mabel, presentada como hermana de la madre desaparecida y que, en verdad, era con quien compartía el placer carnal sin declinación y quien le había enseñado todos los secretos del goce del amor desde la óptica femenina, señalándole los lugares más sensibles de la mujer, interpretar sus reacciones y explorar el cuerpo ofrecido, hasta hacerla llegar al desenfreno, superando toda contención, en e más atávico primitivismo.
Era un amante experto que encontraba siempre los canales vibratorios de su eventual pareja, lo que unido a su inagotable energía, lo convertía en un hombre deseado y con capacidad para provocar pasiones que no reconocieran barreras.

Santiago carecía de piedad.
Su concepto sobre la humanidad era de total desprecio y su deseo era aprovechar todas las falencias que advertía para su propio beneficio.
Pero su principal desdén era hacia la mujer a la que consideraba de una categoría inferior al hombre y a la que concebía como un gran sexo rodeado de adornos de belleza y falsedad, que hacían sucumbir al pobre hombre al que un romanticismo estúpido, cuyo principal estímulo era glandular, llevaba a cometer acciones increíbles e incluso a la muerte. Veía claramente que éstos luchaban por obtener riquezas y con ellas poder, y con estas dos armas poseer a la mujer o mujeres que deseaba.
Él mismo renegaba de su dependencia de la mujer, no por la mujer en sí sino por su sexo, que necesitaba imperiosamente y que practicaba con un ardor enfermizo ya que de allí extraía gran parte de su energía vital.

No le preocupaban las religiones ni lo mitos y leyendas sobre la creación pero en su fuero interno admitía que lo más bello en ese tema, lo había leído en milenarias escrituras hindúes, donde se decía que el Alma Universal dio a conocer a los dioses la figura humana que había creado que mereció plena aprobación, y entonces le dio vida con su aliento, puso el fuego en su boca para la palabra, el aire como soplo en sus narices, en sus ojos el sol para la vista, en el espacio los sonidos ocupando las orejas, de los árboles y yerbas, el pelo y el vello, y el agua, como simiente productiva, en los órganos de la procreación.

Con disgusto, se confesó a sí mismo que ese fragmento le había demandado leerlo dos veces y con un movimiento nervioso alejó ese pensamiento que, si bien en altura inalcanzable, le hacía rozar la humanidad y la poesía.

Otras ideas ocupaban su mente, recordando el impacto que había causado su presencia en los bares y confiterías donde jóvenes mujeres tenían su centro de operaciones, recibiendo las llamadas para sus citas, cuando fueron advirtiendo que ya era un hombre cuya edad era inferior a la que representaba. Su seducción natural, su rostro oscuro que mostraba cierta bestialidad y su conversación educada, le abrieron el camino para que se interesaran en él y pronto se abordó el tema sexual, al comienzo como una broma, hasta que una de las chicas, sin llamados en esas horas, más curiosa que las demás, lo invitó a visitarla.
La mujer quedó asombrada y confusa por este contacto íntimo.
Su propósito había sido de diversión, con la idea de encontrarse con un joven recién iniciado e inexperto y, por el contrario, se halló con un extraordinario amante que la hizo disfrutar como nunca antes nadie, no teniendo que fingir un goce no sentido y además, con un poder de repetición que la dejó agotada y al borde de la utopía de la satisfacción.
El cuento se extendió como anécdota en las bocas femeninas del ambiente y Santiago comenzó a tener invitaciones diarias de chicas momentáneamente desocupadas que, por contagio, ósmosis o delirio colectivo, no dejaban de hablar de la cumbre carnal a la que él las llevaba, tan en contraposición con la hora de amor frío que vendían.
Si, como dicen las antiquísimas leyendas religiosas, el alma tiene tres moradas, cuerpo, cielo y sueños, las imágenes oníricas de estas mujeres, en sus versiones eróticas, eran las de Santiago que invadía sus entrañas y conocía con exactitud los puntos neurálgicos de sus cuerpos donde debía tañer las cuerdas pasionales.

Estos contactos le fueron proporcionando a Santiago detalles valiosos, dichos con total inocencia, de la vida y costumbres de los distintos amantes, permanentes o casi permanentes, que tenían estas jóvenes, las casas que visitaban y el nivel de riqueza que percibían, datos que él aprovechaba para sus robos nocturnos, cuando sabia que no se iba a encontrar con nadie y que, en la mayoría de los casos, no se haría ninguna denuncia alguna pues no se podía hacer pública la doble vida que ocultamente se llevaba.

Pero una de las conversaciones con Patricia sacudió su atención, siempre en alerta, frente a las posibles derivaciones.
Patricia era su preferida y siempre que él podía elegir iba a pasar la tarde con ella. Se enteró que era la amante, desde hacía dos años, de un hombre rico al que visitaba dos o tres veces en la semana en el asa que él habitaba, de la cual Patricia tenía la llave de entrada y conocía los lugares, habitualmente secretos, donde estaba el dinero, que calculaba en importante monto, el arma para una eventual defensa, y el mejor camino para llegar allí sin ser visto.
La pasión en su paroxismo invadía a Patricia y todo cuanto Santiago sugería, cuyo fin mentiroso era la unión para siempre de ellos, fue aceptado sin reparos y sin un análisis prudente.
Pronto llegaron a un acuerdo; un duplicado de la llave de entrada estaría en poder de Santiago y Patricia se encargaría de anular las seguridades del interior para que él no tuviera dificultades de acceso. Entre los dos dominarían al hombre, tomarían el dinero que estaba en una caja fuerte cuya combinación tenía éste anotada en una agenda, e huirían ambos en pos del mundo ilusorio de la convivencia feliz.
Sólo faltaba fijar la fecha para lo planeado.

Esa noche era la cita.

Santiago salió de su humilde vivienda y se mimetizó en la noche.
No había forma de distinguirlo en la oscuridad porque él era una sombra.


La ausencia de sonidos era opresiva.
La daga en su cintura era un componente más de su cuerpo y percibía su dureza cuando avanzaba con pasos rápidos y sigilosos, pensando en las variantes que tendría que hacer sobre lo planeado en conjunto con Patricia.
No tomó el camino corto sino el de calles desiertas, pegado a los muros de una forma tal que parecía un desprendimiento de ellos.

No tuvo dificultad con la llave que previamente había lubricado.
Los vio en la sala de estar, ya que aún no habían pasado al dormitorio; el hombreestaba de espaldas y Patricia frente a él.
No hubo vacilación.
Con su poderoso brazo izquierdo lo tomó desde atrás, comprimiendo las carótida y las cervicales, causando de inmediato la casi pérdida del conocimiento y con su mano derecha empuñó la daga que hundió profundamente hacia arriba, al término del esternón.
Sólo hubo un estertor ahogado, anunciando a la muerte, la sangre brotó abundante y llegó como espuma al vómito final.

Había cumplido la mitad de la tarea.

Patricia estaba petrificada por el horror, con los ojos fijos en la escena que nunca había imaginado.
Santiago soltó el cadáver caliente y se desplazó velozmente tomando del cajón el revólver y apoyando el cañón en el pecho de Patricia disparó el arma.
Patricia murió con los ojos abiertos, en una atonía de asombro.

Santiago vio y olió sangre y su locura homicida se multiplicó; quería seguir matando, quería ver más sangre derramada, quería ver como se escapaba la vida de los cuerpos, quería sentirse dios por su poder mortífero.
Él no quería dar vida; quería quitarla.
El monstruo de crueldad extrema se dibujó en su rostro, desechados los fingimientos y sus ojos ardían con el fuego de la impiedad.

Tardó unos minutos para serenarse y luego fue a la cocina donde tomó el cuchillo de tamaño conveniente que, después de hacerlo empuñar por la mano inerte de Patricia, introdujo profundamente en la herida que su daga había causado, dejándolo allí clavado.
El revólver lo aferró a la mano del muerto.
Ya en posesión de la clave, abrió la caja fuerte, donde había una gran suma de dinero y también de alhajas y otros objetos de valor.
Tomó únicamente dinero, pero no todo, cerró la caja y dejó la agenda con la clave en el lugar donde la había hallado.
No tocó absolutamente nada más y s fue tragado por la noche, luego cerrar con su llave la puerta de entrada.
Sabía que llevaba consigo una fortuna; ya tendría tiempo de contarla.

Posteriores crónicas policiales dieron cuenta de un drama pasional que había causado la muerte de dos personas.




Los grandes crímenes, la perversidad y la mente criminal.
Conocemos los que salen a la luz, impunes o no.
Pero no sabemos la crueldad y criminalidad de los actos ocultos que no han sido catalogados, que no han sido adjetivados como ataques a la humanidad y a la ley, tanto a la divina como a la natural.
En forma simple: no sabemos que se haya cometido un delito.
La historia deber tener innumerables ejemplos y con seguridad se siguen sucediendo a diario.
En general, la mente criminal es burda y una investigación normal, que no excede lo mediocre, llega pronto al descubrimiento del hecho.
En los casos en que prevalece la inteligencia, el orgullo personal del criminal, que odia que públicamente no se haga honor a su mérito, hace que los ojos se vuelvan hacia él, deshaciéndose la madeja.
Pero cuando el nivel intelectual del depravado es tan elevado que toca o genial, cuando goza con su crueldad, cuando el dolor de la sangre derramada le produce éxtasis, y el de las almas satisfacción y cuando lo que busca es el anonimato para que el gran gozo sea en su interior, se torna imposible que mentes medias y rutinarias puedan alguna vez vencer a este intelecto superior.
Este era el caso de Santiago.


SANTIAGO III

Santiago estaba tranquilo.
Era consciente de que tenía por delante algunos años que serían una prueba de experiencia en un mundo nuevo, incluyendo los estudios que lo apasionaban.
Había abrazado con entusiasmo las ramas de la economía y de las finanzas, abarcando filosofía financiera, en su acepción personal, en la que dejaba traslucir el genio, y no por la mejor distribución de la riqueza, meta proclamada universalmente pero no sincera, sino por la acumulación de ella en una mano, la suya, para gozar del poder y burlarse de ese mundo estúpido que le brindaba halagos en la equivocada creencia de estar incorporando a la actividad colectiva del bien a un ser útil, en una sociedad desgastada por las ambiciones de atesoramiento malsano y repetitivo, en el que, lamentablemente, terminaban todos los programas que habían comenzado con metas loables de generosidad para cubrir necesidades de los pueblos marginados.

Continuaba su vida junto a Mabel, que le brindaba seguridad y amor, sin requerimientos por celos sin mayor sentido, y que lo apoyaba decididamente en todo cuanto fuero su perfeccionamiento y pese a la muchas mujeres jóvenes con las que sucesivamente iba teniendo relaciones, la satisfacción carnal más fuerte la seguía teniendo con ella, brindada en su esencia a ese muchacho, cuya edad alejaba cualquier ilusión de compartir juntos la vida.
El tiempo pasaba y Santiago observaba el ordenamiento social, en su visión personal para el aprovechamiento de oportunidades en aras de la ruta inalterable que se había fijado.
No participaba de los excesos comunes en las reuniones de jóvenes donde siempre se imponía el abuso de las drogas y el alcohol.

El no sería consumidor; sería en todo caso productor, para enriquecerse y, a su vez, envilecer y degradar a esa sociedad tonta, vencida por la insatisfacción espiritual y que quería compensar esa falencia con el goce sensorial, en camino a la destrucción.
Él buscaría todos los resquicios de esa civilización, organizada para la explotación en toda forma de la materia prima humana, que se entregaba mansamente a su destrucción, a lo que él iba a contribuir, sin piedad, con el enorme odio de su interior, que era el odio por haber nacido.
Estudiaba el comportamiento de los mercados, con sus grandes corporaciones con seres anónimos en sus cúspides, que reservaban a los mejores cerebros para su dirección y a los que premiaban con grandes retribuciones, que en definitiva eran pagadas por los ingenuos consumidores, convencidos con números de balances, en su mayoría preparados especialmente, que mostraban crecidas rentas y un porvenir auspicioso.
Trataba de comprender la forma en que se manejaban las opiniones, mediante publicidad y la compra de conciencias, periodísticas y políticas, que llegaban a cambiar el gusto d las gentes, haciendo predominar lo sensorial, lo que derivaba en el consumo del alcohol y drogas, como medio para escapar de la decadencia subyacente, que inconscientemente se percibía pero de la que era imposible apartarse, llegando al consumismo febril y compulsivo que a su vez esclavizaba sus vidas, para terminar en un buen centro hospitalario, en el que abrían sus cuerpos para poder prolongar su existencia terrenal, cuyas almas, desilusionadas y carente de profundidad y altruismo, ya no tenían interés en ese interior, muerto hacía mucho tiempo.
Santiago devolvería la maldad que lo obligó a vivir.

Su mirada, saturada de cinismo, se detenía en el mundo en el que vivía, maravillosa esfera multicolor que, en un equilibrio desde un comienzo de tiempo no mensurable, giraba en torno al eje de su sistema, pendiente de luz y calor.
Su observación no admitía religiosidad alguna y estaba seguro de que todo terminaría, aún el sol, con un explosivo despliegue espacial que daría lugar a nuevos mundos y nuevas vidas, con o sin almas, con o sin carne, con o sin sentimientos. La inmensidad espacial, donde no hay tiempos ni medidas, transformaría las galaxias, acabando con e intervalo terreno.

Para Santiago, la religiosidad era sólo una muestra más del orgullo humano, al no querer aceptar su ser infinito y anhelar su perdurabilidad.

En su mundo conocido estaba el Occidente, marcado por la ambición y regido por la riqueza, con continua degradación de los valores del sentimiento, pero creador de su fortuna y de la tecnología que, proclamando la paz, fabricaba armas para la muerte, las que venía a grupos enfrentados para que se destruyeran entre ellos pero no hasta el exterminio, reservándose para su propio predominio la última creación de la muerte masiva.
También estaba el Oriente, con pueblos dominados por el fanatismo y con enormes riquezas no creadas sino heredadas, en un suelo con entrañas viscosas, cuya producción la consumía Occidente y cuyo pago emigraba a depósitos en los reductos financieros del Oeste o a la compra de bienes allí producidos.
La conjugación era perfecta y el orden, mantenido por unos pocos, con enorme responsabilidad para que la humanidad no se aniquilara, los aleja irremediablemente de los valores del alma convirtiéndolos en autómatas en la irrealidad de sus realidades.
Santiago no quería luchar contra ese orden establecido.
Quería aprovecharse de él.

**********

Lucila era feliz.
Su cielo era azul intenso y su veintidós años desbordaban incontenibles en su piel, que aromatizaba el aire que agitaba con sus rápidos movimientos.
Estaba enamorada y erotizada, impresionada por la personalidad avasalladora de ese joven, algo mayor que ella, que había conocido en una reunión estudiantil donde, al verlo, se estremeció su intimidad de mujer, llevándola a experimentar el deseo natural de la hembra salvaje.
Los primeros acercamientos que quiso lograr no tuvieron resultados y la indiferencia de esos negros ojos masculinos era notoria.
Más tarde, luego de conversaciones intrascendentes donde reveló que su padre era un poderoso hombre de negocios que estaba al frente de una gran corporación consultora, con actuación en el mercado de valores y de relaciones internacionales, se produjo un leve cambio en el joven, que suavizó su mirada.
De allí en adelante sus recuerdos eran confusos.
Su voluntad se eclipsó y se dejó conducir sin resistencia y sin coquetería por ese hombre moreno, envuelta en palabras sibilantes cuyo contenido no interesaba, en contacto con esa piel masculina cargada de testosterona, hasta encontrarse desnuda, rodeada de brazos de acero profanada en lo más íntimo por manos con contenido eléctrico, que la elevaron a la cúspide del deseo, a entregarse y a ser penetrada.
Con el orgasmo no hubo culminación, pus el placer se sucedía sin interrupción, llevándola a un paroxismo agotador, hasta que por fin su declinación física la obligó a la laxitud, ya sin fuerzas en su cuerpo alterado.
Jamás había imaginado posible algo parecido como expresión del amor, en su versión carnal.

Era el día siguiente.
Una claridad nunca apreciada llenaba la mañana y jugueteaba en las paredes, con reflejos que, a sus inocentes ojos azules, eran hermosos.
Su andar, armonioso y rápido, suscitaba la mirada de la gente, que sonreía ante esa expresión de vida, de contento por vivir.
Nunca se había sentido mejor y no podía comprender como hasta ese momento la gris monotonía del dejarse transcurrir la había dominado.
El amor había cambiado sus conceptos y estaba satisfecha.

Santiago también.
Había dado un paso más para obtener sus objetivos.


Santiago terminó sus estudios con calificaciones brillantes.
Su relación con Lucila adquirió el carácter de rutinaria y se veían casi diariamente, afirmándose en ella un amor que tenía hasta características de malsano por su entrega total, con olvido de su personalidad.
De acuerdo a lo que habían convenido, lo llevó a conocer a su padre, en las oficinas de la consultora en finanzas.
El padre de Lucila era un hombre de cincuenta y cinco años, un calco de los ejecutivos del febril mercado en que actuaba, abrumado por el deseo de lograr cada día una mayor riqueza, con las clásicas afecciones en su salud de la hipertensión y corazón con heridas, y se caracterizaba por una gran dureza negociadora que, sin embargo, dejaba paso a una dulzura empalagosa en presencia de ella.
De inmediato accedió al pedido, máxime porque quedó impresionado con el certificado de estudios y la personalidad arrolladora de ese muchacho, que se perfilaba como pareja estable de su hija.

Santiago comenzó a trabajar en la bien organizada consultora.

Había llegado a la conclusión de que debía aprender los procedimientos de ese mercado, engañoso y sutil, y que para ganar era imperioso anticiparse a las decisiones de los poderosos, acompañando el traslado de fortunas y no ilusionarse conceptos propios con algo de ingenuidad, que estarían condenados a un irremediable fracaso.
Tendría que introducirse en las intenciones de los grandes que manejaban el todo, adelantándose a los movimientos que habrían de producirse.
Su genialidad e intuición eran fundamentales.
Algún día el que decidiría los momentos sería él.

Los meses que siguieron, que llegaron a sumar dos años, fueron de una dedicación profunda.
Se enteró de las conexiones internacionales, de las cuentas dentro y fuera del país, de las negociaciones encubiertas de gobiernos y grandes empresarios, siempre a cargo de oscuros personajes anónimos, que daban origen a enormes comisiones, que engrosaban las fortunas de los que intervenían, con beneficio para los lugares más sofisticados del mundo, donde se derramaba el dinero habido, en una carrera de lujo y lujuria.
Puso en práctica su intuición y estudio y comenzó a juegos propios, primero tímidamente y luego con más decisión, lo que le permitió acumular ganancias importantes y, al cabo de ese tiempo, ya era un hombre rico.

La felicidad.
El mayor logro al que se puede aspirar.
En una asociación indisoluble del alma con el interior del ser, con los sentimientos, con el amor derramado y recogido.

Carece de importancia el tiempo vivido; la tiene cuánto se ha sentido.

No hay felicidad sin amor.
No hay felicidad sin dolor.
Es la prueba de que existe el alma, de que vive el corazón, de que se es capaz de sentir.
Es la prueba de que no somos sólo entrañas palpitantes sino también espíritu anhelante que mira a Dios diariamente, de que se es feliz en el dolor, porque se siente, porque se puede ver la luz, la montaña oscura, a los seres queridos, el crecer de ellos y la propia nostalgia.
No es la alegría.

De alegrías y tristezas está salpicad la vida.

La felicidad es excluyente, es de adentro, es del alma.
Se puede ser feliz cuando se espera la muerte, a pesar d que impere la tristeza.
La felicidad es una mirada en la calidez de un mediodía otoñal.
Es la bondad.
Es la paz.
Es el alma triunfante.
Es anticiparse al abrazo con el cielo.
Es flotar con libertad en el espacio.
Es encontrar el alimento espiritual, a tono con las necesidades corporales.
Es sublimarse en la esencia misma de la preeminencia del alma.

Santiago nunca sería feliz.
Su alma, demoníacamente poseída, acompañaba oscurecida al cuerpo vivo.
Podría estar satisfecho esparciendo su maldad y logrando escalones de poder en el mundo de su ansiedad pero jamás lograría la paz de un corazón puro, que es el lugar de meditación de los buenos.

Ese sería su castigo.


La mañana era el preludio de lo que sería ese día del mes de noviembre, tibio y luminoso, sin las molestias del exceso de calor que en pocas semanas más llegaría, como lo hacía siempre, sin considerar los gustos individuales de los humanos que pretenden regir el mundo.

Los jacarandaes daban a la primavera su toque particular con su florida silueta, de un color poco común en la especie arbórea, con su tono violeta, que competía con el azul de arriba, tratando de atrapar la mirada poética con su belleza, en un derroche natural, enmarcados por rojos y amarillos y el siempre triunfante verde que abrazaba el paisaje, protegiéndolo de la monotonía.

La enorme casa en la barranca entibiaba sus paredes y tejados luego de la noche fresca, y se veía majestuosa sobre el río, que a esa hora, pese a la suspensión de limo, tenía reflejos acerados.
El parque que la rodeaba era adecuado a su tamaño, cuidado en todos sus aspectos y con árboles que estaban orgullosos de su entorno.
A unos cuarenta metros, una coqueta edificación oficiaba de casa de huéspedes, con lo que la privacidad estaba asegurada para quienes eventualmente la ocuparan.
El agradable exterior sorprendió a Marcelo al salir, no porque esperara otra cosa – para él no tenían importancia las condiciones climáticas, excepto si afectaban las comunicaciones – sino porque la luz le obligaba a entornar los ojos, que se veían cansados y algo enrojecidos.
Marcelo sabía que sus problemas de salud eran serios y que para mantener la vida le era necesario tomar marginalmente las responsabilidades que hasta ahora ejercía en forma personal, pero como todo gran hacedor, aunque inconfeso, siempre se había creído irremplazable y hasta el momento no había hallado en quien depositar su confianza.

Antes de subir a su automóvil, cuyo chofer le esperaba, reparó en Ana que, como todas las mañanas, lo había acompañado en la metódica y trivial despedida y, por un instante, recobró su sentido mundano, admirando a esa hermosa mujer de cuarenta y cinco años, y un dejo de culpabilidad le provocó escozor al reconocer la falta de intimidad en su relación de pareja, porque las numerosas reuniones sociales a las que concurrían, eran verdaderamente anticipos de negocios, y el regreso al lecho, luego de ingerir sus acostumbrados somníferos, se producía en silencio, él con la mente exhausta y ella hastiada de los fingimientos de exagerada felicidad.

Ya en el viaje, sentado cómodamente, su pensamiento sobre Santiago presistía, pues el joven festejante de su única hija lo había ido sorprendiendo en los más de dos años desde que se había incorporado a su empresa, por la interpretación temprana que hacía de los vaivenes de los negocios y la acertada visión de lo que en corto plazo sucedería, algunas de cuyas variantes Marcelo mismo venía programándolas desde un tiempo atrás, mediante maniobras especulativas a las que contribuirían la maraña de sociedades en juego y que, con métodos adecuados, ocultarían ganancias logradas, exceptuándolas de enojosas cargas, en un intenso juego de transferencias internas y externas.

Marcelo estaba decidido.
Hoy mismo incorporaría a Santiago a su Comité Ejecutivo y a fin de año en medio de una gran fiesta, anunciaría su nombramiento como vicepresidente de la corporación.
Delegaría en Santiago la mayor parte de sus propias funciones.


Santiago recibió la noticia sin alteración visible.
Sólo se acentuó el brillo de sus ojos oscuros.
Él ya conocía la mayor parte del funcionamiento de la corporación, lo que nunca dejó traslucir, ya que era obra de sus secretas investigaciones y de la genialidad de sus deducciones.
Fue recibido seriamente por sus pares, los que ya habían valorado sus capacidades, aunque en el fondo y reservadamente, guardaran la impresión de que esa distinción se le había otorgado por la relación que mantenía con Lucila, algo que todos conocían.

Los últimos días de diciembre llegaron.
Marcelo estaba dedicado a preparar la reunión en su gran casa sobre la barranca, con la inestimable colaboración de Ana que estaba hasta en pequeños detalles de ornamentación y presentación.
La concurrencia iba a ser numerosa, ya que no sólo acudirían los niveles gerenciales locales sino que también estaban invitados los residentes en el exterior, en especial los que se desempeñaban en las capitales financieras del mundo y que representaban a la corporación
El deseo íntimo de Marcelo hubiese sido anunciar no solamente las nuevas funciones de Santiago sino también el próximo casamiento de su hija Lucila con éste, pero no era el momento ya que ese aspecto Santiago se mostraba frío, y aunque con excelentes modales, indiferentes y con rechazo a la formalidad de un vínculo tan estrecho.
Además, aún Ana no lo conocía y la reunión programada iba a ser el momento elegido para su presentación a ella.

La noche indicada llegó.
Cálida, aunque una brisa refrescaba el parque.
La enorme casa sobre la barranca desbordaba de luces, los automóviles llegaban trayendo a los invitados, hombres ataviados con trajes oscuros de telas livianas, mujeres con vestidos diseñados especialmente, con los hombros y espaldas desnudos y, algunas, con carnes mórbidas que tenían expresión en sus brazos, hechos para el encuentro pasional, y en sus muslos y caderas que se delineaban bajo las ligeras telas insinuantes.

Un enjambre de personal auxiliar recibía a los concurrentes y les guiaba hacia la entrada, que conducía a la gran recepción, donde las mesas estaban dispuestas simétricamente, con buen espacio de desplazamiento, iluminados sus centros por luces reflectoras que hacían resaltar los colores de florecida que dejaban tras de sí la mujeres al desplazarse.

Los invitados eran recibidos por Ana, espléndida y brillando por sobre las competidoras más jóvenes que no podían igualar su señorío y la conformación de su cuerpo, que era la imagen de la mujer deseada por todo hombre.
Marcelo, a su lado, derrochaba simpatía, y el descanso que había tomado por la tarde le permitía mostrarse relajado y amigable, aunque su pensamiento estaba concentrado en los anuncios que haría un poco más tarde.

Lucila esperó afuera a Santiago y entraron juntos, tomados de la mano, hasta llegar a la presencia de Ana.
Fue un golpe sorpresivo.
Santiago examinó detenidamente a esa hermosa mujer, a la que nunca había imaginado así, y sus sentidos se agolparon a través de sus ojos oscuros que, sabiamente, reparaban en los detalles femeninos que tanto conocía y que eran objeto de sus permanentes deseos.
Ana sintió lo que nunca había percibido en presencia de un hombre que palpó la inquietante mirada que la desnudaba y un rubor suave se instaló en sus mejillas cuando un escalofrío corrió por su piel al sentir el palpitar genital ante esa presencia masculina que tenía un aura de tremenda dominación machista que obligaba a rendirse sin condiciones, en una vuelta atávica de primitivismo.

El encuentro fue tenso, pese a la simulación social, pues ambos ya habían concluido en la verdad de la atracción casi animal que se estaba comenzando a desarrollar.

Previamente a servir los postres y en la algarabía que sucede a una exquisita comida, cuando comienza a imperar la libertad y la libre expresión, a lo que ayuda en buena medida las generosas dosis de alcohol, Marcelo anunció los cambios que introduciría en la organización a partir del próximo año y ello incluía el nombramiento de Santiago como vicepresidente, el segundo en la escala jerárquica luego de él. Pero además, sorpresivamente hasta para Santiago que ignoraba tal decisión, iba a disponer que éste se hiciera cargo de la mayor sede que la corporación tenía, que era en la capital financiera del mundo.
Recaería sobre él la responsabilidad de todos los negocios externos de la empresa, reportando directamente a Marcelo y durante su permanencia se iría perfeccionando en el aspecto profesional, con concurrencia a foros universitarios y políticos.
El cargo era sin límite de tiempo, aunque la posibilidad de viajes frecuentes haría sentir menos el necesario desarraigo.

Tras los aplausos, Santiago se vio obligado a agradecer la distinción e, implícitamente, aceptar los términos de la propuesta.

La decisión de Marcelo, tomada luego de profundo meditación, llevaba consigo la necesidad de resolver inquietudes personales a las que tenía que hacer frente:

Su salud quebrantada; era urgente que delegara parte de sus funciones.

El impacto que le causó la genialidad de Santiago y su visión de los grandes negocios.

Además, varias fallas que percibidas en sus colaboradores, le indicaban que no estaban a la altura del presente y del futuro que él aspiraba para su corporación. Sólo Santiago podría, llegar a arrojar claridad en ese tema, determinando la firmeza del sentir amoroso o el suave olvido de ilusiones no posibles.

El tiempo, como en todos los casos, sería el árbitro imparcial.


Las luces se atenuaron.
Los concurrentes fueron invitados a salir al parque en el momento en que comenzaron los fuegos de artificio.
Con la claridad de las explosiones en lo alto, la tupida arboleda engalanaba su follaje, que se asumía multicolor en la medida que las estrellas ígneas caían derrotadas, muertas ya, sobre la tierra que, cual mortaja son una continuidad a través de los tiempos.

En el interior, los músicos comenzaron su desempeño, inundando las paredes asombradas, de suavidad y romance auditivo, con un efecto sensorial del que nadie podía sustraerse.
Marcelo y Lucila comenzaron la danza, en el centro del gran salón, con la felicidad que sólo ese momento podía brindar y sabedores de que sería un recuerdo imborrable grabado para siempre en sus corazones.
Santiago captó al instante que la oportunidad que se le presentaba era de difícil repetición e invitó a Ana a bailar.
En realidad fue algo simultáneo pues ambos salieron con los brazos extendidos.
El aire estaba cargado de erotismo.
Santiago palpó la carne caliente de Ana a través de la tenue tela de su vestido, generoso en cuanto a dejar partes desnudas y se sorprendió de las hermosas formas femeninas.
Ana percibió el pujante sexo de él contra su vientre y muslos y lo irremediable ya se estaba gestando, el deseo caótico y delirante los envolvió, llevándolos a un mundo muy lejos de allí, donde la soledad de ambos se complementaba.
Hubo solamente un pequeño diálogo entrecortado con la promesa de comunicarse al día siguiente.

Cuando volvieron a la mesa, Ana temblaba, le costó recuperar su compostura, y ese desasosiego lo atribuyó a una repentina ráfaga de frío.
Santiago estaba eufórico, aunque sin demostrarlo.
En pocos días más, Marcelo, Ana y Lucila, iban a caer en sus manos y él sería el forjador de sus destinos.
No podrían esperar piedad de él.



Hay quienes creen que el origen de todas las religiones es la muerte.
Son los que no pueden aceptar su finitud y han dado origen a la eternidad, deseada pero nunca comprobada, atribuyéndosela a dioses creados e imaginados.
La trasmigración se produce por la reproducción natural en la que los hijos o generaciones venideras, tendrán en su conformación y alma algunos de los elementos de quienes los engendraron.
Si la religiosidad fue y es una necesidad ante la presencia de la muerte, el sexo es imprescindible en su antítesis, que es la vida.
Es arrollador en su pasión y dolorosamente sentimental cuando ya no existe el ardor.
Se refugia en el corazón cuando los genitales no mandan.
Puede compartir con el sentir profundo y, ambos, dar origen al amor.
Pero el amor diáfano y cristalino, desinteresado y hondo, es el de la madre por sus hijos.

Ana sabía que lo haría.
Pese al convencimiento de que el error que iba a cometer era de gran magnitud y de derivaciones no mensurables estaba consciente de que caería en él.
Su resistencia era periférica.
Su necesidad de Santiago venía desde lo profundo, desde la agitación de su sexo, desde el creciente derrame de sus fluidos, de los delirantes sueños de verse rodeada por esos brazos fuertes y sentirse penetrada por esa virilidad ya advertida, a la que ansiaba en su desborde pasional para dar calma a su ser, que no era suyo, sino del varón que de él se había posesionado.
Para Santiago era una hermosa mujer más en su cama, a la que necesitaba dominar física y sentimentalmente, para proseguir con los planes que había venido elaborando desde años atrás.
No pudo dejar de reconocer lo adorable de ese cuerpo femenino, naturalmente bien dotado y perfeccionado por la concurrencia permanente a gimnasios y centros de belleza, que habían conseguido realzar sus dotes, preservándolo del paso del tiempo.
Se sorprendió, con alguna ligereza, del ardor de Ana, que fue una expresión arrolladora, entrando en una paroxismo de culminaciones a las que llegaba con solamente el contacto de sus cuerpos, pero –se dijo- eso era común en las mujeres que han dejado atrás la juventud y, percibiendo la declinación, quieren demostrar la ampliación de su vigencia, especialmente cuando su pareja es un fuerte varón de casi la mitad de su edad.

Santiago no hizo escasear sus recursos amatorios, tan bien aprendidos, ni su especial sicología de percepción de los puntos más receptivos del cuerpo que se le había rendido, con el resultado esperado de absoluta sumisión y pasión desbordante, que ya no admitiría barreras que se opusieran a esa relación, cualesquiera fueran sus orígenes.

Para Ana, atrás había quedado una vida de holganza plagada de nimiedades.
Su todo era compartir el sexo con Santiago.
Había encontrado su dueño.



Los objetivos de Santiago eran bien claros.
Una vez ganada la total confianza de Marcelo, transfería los grupos accionarios a sociedades que él crearía y manejaría, convirtiéndose en un poderoso hombre de negocios internacionales, dándoles los impulsos que la falta de escrúpulos y, aún de moralidad, tienen como un gran atributo.
No tenía temor de Marcelo.
En su concepto, era un hombre ya cumplido, con una muy corta expectativa de vida y, agravada la situación, siempre contaba con su daga que hacía tantos años estaba inactiva pero a la que constantemente llevaba consigo como amuleto, y que le había permitido iniciar su tránsito por la riqueza y la prosperidad.
Santiago poseía un solo yo, el material, el de su cuerpo y el del goce pleno de los sentidos, de la realidad que le transmitían sin dudar un momento de lo que su mente elaboraba a través de ellos, sin pensar en la existencia de otra verdad y que podría estar viviendo algún engaño sensorial.
No tenía otro Yo.
No tenía alma.
Su filosofía se basaba en:
“Necios y sabios igualmente, en la disolución del cuerpo, son desechos, aniquilados y, después de la muerte, no son. No hay más allá; vanos son la esperanza y el creer; busca los goces del presente, deja ilusiones sin realidad.”

Una vez superado el obstáculo de Marcelo, quedaban Lucila y Ana.
Él no tenía apuro; su paciencia abarcaba años y cuando pensaba en ello, acariciaba el filoso puñal, convencido de que la muerte era la solución final a todo impedimento en sus planes.
Su desprecio por la mujer era extremo.
Necesitaba de ellas para satisfacer sus ansias animales, que salían fortalecidas luego de cada encuentro, así como su asco por sus falsedades, mentiras, histerias, infidelidades y el despliegue que hacían de sus encantos, dirigidos directamente al dominio del hombre por las delicias al sexo. En su concepto, habían ejercido el manejo del mundo desde sus orígenes, siglos atrás en forma indirecta y solapada y, actualmente, con una actuación de competencia formal, y no dudaba que en escaso tiempo más, tomando como referencia la edad del mundo, el mando absoluto quedaría sujeto a los vaivenes de sus caracteres, regidos por las fases lunares y las cuatro fechas cósmicas que hacían perder la paciencia a la gran presencia de vida que era el sol.
Hacía suyas las palabras de Buda, al que un discípulo preguntó:

“¿Cómo hemos de conducirnos con respecto a las mujeres?
Como si no las vieses.

Pero, si las vemos, ¿qué hemos de hacer?
Nada de palabras.

Pero, si nos hablan ¿qué hemos de hacer?
Estar muy alerta.”


Bien, en su momento vería qué hacía con los destinos de Ana y Lucila, ya que por ahora disfrutaba a plenitud de los favores sexuales de esas dos hembras, rendidas por la pasión y...¿el amor?, en el que él no creía, pues su Yo estaba vacío en su interior.

Nunca, como en el caso de Santiago, era aplicable la triste frase filosófica:
“Dulce es el sueño, pero mejor la muerte;
y sería mejor no haber nacido”.

Los preparativos para ir a ocupar sus nuevas funciones en el Exterior tomaron más tiempo de lo esperado, en tanto Marcelo le iba ampliando la información sobre la organización y las secretas conexiones accionarias y los roles, en cierto modo de segundo nivel, que tenían las personas que iban a depender de Santiago.

También fue objeto de atención las vinculaciones con las altas casa de estudios especializados donde tendría que cursar planes especiales de perfeccionamiento económico y financiero, políticos y de información universal.
Santiago seguía permaneciendo en la casa de Mabel, en quien los años iban dejando sus huellas pero que seguía luciendo como una hermosa mujer madura, con quien mantenía diálogos prolongados, escuchando las reflexiones de ella, nunca consejos directos, sobre comportamientos adecuados, y palpaba la alegría sincera de esa mujer, cuyo objetivo d vida se había centralizado en él y en su progreso y felicidad.
Seguían manteniendo sus relaciones de intimidad, aunque sin tanta frecuencia, y Santiago hallaba en ello serenidad que no era comparable con la exaltación que lo asaltaba el compartir con otras mujeres.
Sabía que la obtención completa de sus propósitos era una tarea ímproba, que le demandaría varios años, pero confiaba en que la precaria salud de Marcelo siguiera latente, sin una alteración final que complicara su desafío.
Ya bastante tenía con sofrenar las intenciones de formalidad expresada en toda forma por Lucila y los ardores de Ana, que, si los tuviera en cuenta, podrían provocar peligrosos resquicios en su secreto.

Uno de sus primeros propósitos, luego de tomar a pleno sus funciones de segundo hombre de corporación, era el cambio de la conformación directiva, colocando en ella a personas que fueran absolutamente fieles a él, en reemplazo de la estructura actual anillada en torno a Marcelo.
Llegó el día de su partida, el día en que comenzaba la conquista del mundo que él quería modelar, lejos de toda emoción, apartando y despreciando todo lo que fuera sentimiento y amor, hasta el punto que el solo ver su exteriorización en parejas, jóvenes o viejas, la devoción religiosa, la caridad- que él entendía que se hacía para gratificación propia –le producía un profundo desagrado y se acrecía su deseo de que la humanidad acabara, de que no hubiera más gestación y nacimiento, puesto que si a éste se llegaba por varios caminos, la salida final era la muerte, que terminaba con todo, pero a la que sucedía otra vida, otra situación dolorosa, un nuevo padecer, pues ésos eran los momentos absolutamente mayoritarios en el corto tiempo que con avaricia, proporcionaba el cuerpo defectuoso, que comenzaba a morir desde el mismo segundo en que veía la luz.

Los premios y los castigos era el hoy.
Los premios a la genialidad, a la inteligencia, a la realidad sensorial, al manejo cruel d elas situaciones para el beneficio propio, al crimen, para hacer desaparecer todo oposición humana porque no había otra, ya que las oraciones eran palabras al viento que allí terminaban: el viento.

Él quería esos premios.
Los castigos era el fracaso, la falta de habilidad para manejarse, el titubear antes de hundir su daga en un cuerpo sorprendido, ceder ante la súplica, dejar aflorar la compasión.
No caería en eso errores.
Si bien había nacido con alma, ésta se había evaporado aquella noche cuando tenía nueve años de edad en que, en medio de la desesperación del hambre y del abandono, juró entregarse al mal.


Desde los primeros meses en sus nuevas funciones comenzó a notarse la diferencia. Su accionar dinámico y visión de los negocios dieron un resultado inmediato y las utilidades crecían, con la complacencia de Marcelo, que se felicitaba por la decisión adoptada.
Santiago evaluaba el personal que de él dependía y llegó a la conclusión de que debía hacer grandes cambios, ya que no observaba lealtad hacia él. Además, era común que hicieran negocios propios que restaban rentabilidad a la corporación, lo que corregido con su sola presencia, era lo que había causado el aumento en las ganancias.
Tendría que esperar hasta su primer viaje de regreso, en el que expondría su plan, para que fuera aprobado antes de ponerlo en práctica.
Le molestaba el continuo inmiscuirse de Contador General de la empresa, persona mayor muy cercana a Marcelo, que le pedía informes detallados de su actividad, que les restaban movilidad y en quien advertía una secreta oposición.
Se ocuparía más delante de esa cuestión, que era de capital importancia para el cumplimiento de sus propósitos.
Su permanencia en el exterior se prolongó varios meses, más de lo originalmente pensado, y eso le permitió tocar el mundo, relacionarse con jóvenes inteligentes de su mismo ambiente, cuya moral era el dinero y que no iban a poner obstáculos en apoyar lo que él diseñara siempre que eso les reportaba buenos ingresos propios.
Formaban parte de los reemplazos que proyectaba, una vez que fueran aprobados sus planes.
Observaba la sociedad y en realidad deseaba que su vida transcurriera en este período loco, de adicciones monstruosas, de sexo exacerbado, de carencia de preceptos morales, de imperio del dinero, antes de que llegara el fin apocalíptico, al que se veía con cercanía peligrosa.
El mal gusto imperante, desde el vestir hasta el hablar, los ruidos que se calificaban de música y que iban directamente hacia la excitación sexual en las muchedumbres de jóvenes que proferían alaridos y hacían movimientos genitalmente provocativos, y la actuación de poseídos delirantes, repletos de droga y alcohol, chocaba fuertemente con el refinamiento que él daba a su vida exterior, alejada de su crueldad interior. Llegó a apreciar que el fenómeno degradante era mundial y no circunscripto a ciertas regiones y afianzó su convencimiento de que la destrucción de esta civilización se acercaba.
La conclusión era clara: debía continuar con su política de conquistar su bienestar, gozando con la maldad que esparcía, ya que todos los castigos eran merecidos, no había buenos y malos, desde que nacían todos estaban condenados, por sí o por actuaciones anteriores, a la muerte sin piedad, a desaparecer en la eternidad, sin dejar rastros de almas, suspiros o dioses, hasta que una nueva creación reemplazara la vida en la tierra.



Al cabo de ocho meses, llegó el día de regreso, con una estadía que se suponía no debía ser muy prolongada, pues debía continuar con su tarea de organización.
Iba cargado de proyectos, nuevos desarrollos y cambios de personal que, a su juicio, eran absolutamente necesarios.
Se encontró con Marcelo muy deteriorado en su salud, ya que en ese intervalo había sido sometido a varios tratamientos en las arterias que, calcificadas y endurecidas, expresaban su claudicación.
Santiago comenzó a temer que la muerte de Marcelo no le permitiera completar su trabajo de vaciamiento y se dijo a sí mismo que debía apresurarse.
Con el ánimo decaído, Marcelo apoyó decididamente las propuestas de ese joven que estaba transformando su corporación, llevándola a una rentabilidad inusitada. Había que hacer cesar, lentamente, las sociedades satélites actuales, que podrían tener problemas, y crear nuevas, sin pasado, que las sucederían en los negocios.
Lo que Santiago ocultó herméticamente, era que esa red nueva a crear estaría bajo su dominio, quitándolas del patrimonio de Marcelo. Y que las transferencias acconarias se realizarían en virtud de los poderes cada vez más amplios, que él tenía.
En Contador General, hombre mayor y de gran experiencia, continuó con su tenaz resistencia pero al fin, ante la decisión de Marcelo, aceptó con la condición de que se le fuera informando detalladamente cada movimiento.
El convencimiento de Santiago de prescindir de ese hombre se reforzó y ya sin ninguna duda comenzó en una búsqueda mental del reemplazante, que tendría que ser alguien con un perfil de absoluta fidelidad hacia él.
El encuentro con sus mujeres amantes complicó sus primeros días, pues la ansiedad de ellas se superponían en tiempos. Lucila insistía en que comenzaran a vivir como una verdadera pareja; Ana no podía esconder su ardores y la paz la encontraba con Mabel, cuya serenidad y paciencia calmaba su actividad excitada.
Lo que más le molestaba era la insistencia de Lucila, a pesar de que él seguía esgrimiendo sus excusas clásicas: eran aún muy jóvenes (aunque él ya había superado los treinta años), su trabajo actual era tan absorbente que no le dejaba espacio para atender una familia, que deseaba fervientemente hacerlo pero que lo tenía como meta futura, una vez superada la etapa actual y producido su regreso definitivo.

Santiago sólo percibía la realidad sensorial, imposibilitando su otro yo de crear dudas sobre lo que sus sentidos transmitían a su mente, interpretando un mundo sin sentimientos, tomando con sorna al enamorado que veía a la mujer a su lado como la más hermosa, cuando era el sexo orlado de graciosas formas y seductoras actitudes, con un deseo final d atraparlo, de quitarle la voluntad, para luego dejarlo, vacío, en el camino.

Cuando obtuvo las autorizaciones y documentos certificados necesarios, no demoró su regreso a la sede de sus maquinaciones, desprendiéndose de las demandas femeninas; a ellas las tranquilizó con encuentros de despedida que dejaron un sello de ardor cuyo recuerdo perduraría.


De inmediato, rodeado de su gente adicta, comenzó la reconstrucción de las sociedades, pero estando ésta ya con buen adelanto, llegó a la conclusión de que el vaciamiento que estaba haciendo nunca dejaría de ser advertido por el Contador General, tan allegado a Marcelo.
Tendría que lograr en forma previa su alejamiento y que su silencio se prolongara en el tiempo.
Dadas sus vinculaciones, no le resultó difícil adquirir una segunda identidad, con documentación apócrifa que resistía el examen más riguroso, con historial inventado que podía responder positivamente a pedidos de información, y pretextando visitas incógnitas s filiales externas, emprendió viaje hacia la central de la compañía, pero lo hizo en forma indirecta, con varias escalas y entrando al país por fronteras abiertas, sin dejar rastros.
Después de algunos preparativos que tuvo que realizar, su aliada, la noche, lo cobijó y con ella se confundió en un brazo cómplice de conocimiento y hermandad.

El pobre hombre no pudo reaccionar ni saber quién lo atacaba ni por qué.
Al acercarse a su automóvil estacionado bajo el fresco de los árboles, se sintió súbitamente tomado de atrás, con un brazo que con fuerza increíble presionaba su cuello, interrumpiendo la circulación de la sangre hacia su cerebro, y seguidamente, el desgarro de su carne al final de su tórax hacia arriba, provocando la hemorragia mortal y el estertor del vómito sanguinolento y todo terminó.
Santiago dejó caer el cuerpo.
En forma rápida revisó las ropas del muerto, apoderándose del dinero y del valioso reloj, y nuevamente fue hacia el abrazo de la noche.

En su viaje de regreso repitió las prevenciones tomadas anteriormente.

Lo esperaba el llamado urgente de Marcelo para informarle, con una profunda desazón, la muerte del Contador General en un hecho delictuoso en el que le habían quitado la vida para robarle, seguramente como resultado de alguna resistencia que opuso.
Por consejo de Santiago, la designación del nuevo Contador General recayó en una persona por él conocida, joven y muy capaz.


Cerrados todos los eslabones de la cadena, totalmente cubierto y en posesión de los manejos de la sociedad, los viajes de Santiago a la central se hicieron más frecuentes, llevando documentación engañosa para la firma de Marcelo y, muy especialmente, palpando su estado de salud que veía decaer rápidamente.
Podía así dedicar con más asiduidad tardes y noches ardorosas a las dos mujeres que constituían su problema futuro, cual teorema que exigía su solución.
Sin embargo, demoró más de dos años en completar las transferencias necesarias y en ese lapso visitó Europa y diversos paraísos fiscales, donde su jefatura y propiedad quedó plenamente acreditada, así como relaciones abiertas a negocios financieros y apoyos políticos, corruptos pero imprescindibles para sus fines de poder.
Llegó un momento en que concluyó que, si bien no podía cambiar reyes sí podía hacerlo con los príncipes.

Marcelo, insistía reclamando su retorno definitivo, para hacerse cargo de las funciones que ya él no podía cumplir debido al avance de sus dolencias que lo obligaban, por consejo médico, a quedarse en reposo, tornándolo casi en un inválido, con abundancia de pastillas dilatadoras de nitro en sus bolsillos y mesas de trabajo.
Su vida pendía del crecimiento de una adherencia o de la formación de un coágulo sanguíneo, que impidiera la irrigación del corazón o cerebro.
Su única esperanza de prolongar el camino cuya meta era conocida, radicaba en la tranquilidad, en el descanso, en dejar de ocuparse de los negocios de la sociedad que – según estimaba él – quedaban en las mejores manos jóvenes de Santiago, el que, además, le brindaba su confiable lealtad en defensa de los bienes de él y de su familia.

Los ojos ven y la mente interpreta lo que se desea, lo que se imagina, en una envoltura sensoria que hasta explica los milagros, y no la realidad de lo que en ese mundo mágico, trágico, con profundos lagos de ensueño en los que se refleja el cielo, y no la playa de arena negra de la vida, ni el interior macabro de la tumba, recién abierta para recibir el cuerpo frío de palidez cenicienta y nariz perfilada, que quedará a dos metros por debajo del césped verde.


Santiago pasó a ser el presidente de la corporación y Marcelo su presidente honorario, que, prontamente, fue ignorado por quienes desarrollaban una febril actividad bajo la supervisión y mando del joven ejecutivo.
Los negocios se multiplicaron al derribarse barreras morales dando paso a la corrupción más despiadada, en la que no se vacilaba en comprar – buscando el mejor precio – favores políticos, empresariales, sindicales y hasta religiosos, con tal de servir al engrandecimiento del imperio financiero en plena marcha ascendente.
Marcelo ignoraba lo que estaba sucediendo y, en verdad, no tenía voluntad de enterarse, ya que le bastaba con ver la expresión de satisfacción reflejada en la amplia sonrisa que recibía cuando iba a la empresa, en sus esporádicas visitas.


Meses más tarde, el desenlace llegó de manera inesperada.
Una inocente carta de una compañía del exterior dirigida a Marcelo que, por error, consignó su domicilio particular y no social, notificándole que había procedido a efectuar los asientos contables por él ordenados, llegó a sus manos.
Creyó que era una equivocación, pero aún así, comenzó a dominarlo una inquietud generalizada, memorizando hechos que en su momento no merecieron su atención pero que adquirían una dimensión inusitada concatenándose en espacio y tiempo.
No hizo comentarios en su casa pero su alteración psicológica se reflejó en su insomnio y en el temblor de sus manos.

La reunión con Santiago resultó tensa.
Marcelo se encontró con un desconocido hombre oscuro, con sonrisa sardónica y crueldad en el fuego de los ojos, que le informó que, efectivamente, le había despojado de todos sus bienes que habían pasado a ser propiedad de sociedades remotas, de imposible seguimiento, que estaban bajo su dominio, en un accionar legal que el propio Marcelo había autorizado.
Para abundar en la burla, le aconsejó que tomara las cosas con calma y se fuera a casa a reposar y a cuidad de Ana, dejando deslizar conceptos duales que apuntaban a la existencia de infidelidad conyugal.
El cuerpo de Marcelo aún resistía, aferrado a la posibilidad de que estuviera viviendo una irrealidad y que todo fuera una creación de su mente enferma, pero sus signos vitales se iban alterando, acercándolo al frío de la muerte que lo estaba esperando.
Aún tuvo fuerzas suficientes para desarrollar febriles conferencias telefónicas con sus antiguos aliados financieros y comerciales, con un solo resultado final: confirmar dramáticamente el despojo.
Esa noche el negro telón de la muerte cayó sobre su vida deshecha y no hubo medicamento ni asistencia científica suficiente para descorrerlo.
Era lo que Santiago había esperado.


La muerte siempre altera a la vida.
Le da fin – y también principio – y en general, soluciona situaciones que se han prolongado en el tiempo y que con sólo ese paso, tan rápido y contundente quedan definitivamente resueltas, tanto para los muertos como para los vivos.
En esa transición, en los momentos que siguen, los sentidos y ansiedades de los vivos se exacerban. Es, tal vez, una alegría oculta tras la fachada de la tristeza exteriorizada, porque el interior del yo da las gracias por no haber muerto y el deseo de gozar de este privilegio se agiganta y hasta crea la superchería de la eternidad propia.
El deseo sexual es el que predomina.
El que da origen a la vida y causa muertes.
El que desata las guerras y, alternativamente, produce remansos de productor, que deja al cuerpo un poco muerto, un poco vivo, en que la mente y el corazón despliegan su tarea en libertad, desprendidos de las hormonas que enturbiaban su visión.
Durante el funeral, Lucila se aferró a Santiago y lo arrastro al lecho, donde entre auténticas lágrimas de dolor desató su fervor, con un furia que tensaba sus músculos.
Ana no le fue a la zaga y ante la primera excusa plausible, le llamó a su dormitorio.
En el caso de ella, los sentimientos eran confusos; estaban ocultos en una nebulosa. Lamentaba la pérdida de Marcelo, pero su cerebro, dominado por una vorágine de libertad, dolor, deseo y esperanzas alocadas que no podían tener relación alguna con lo que estaba sucediendo, le hacían ver distintos colores en su destino inmediato, y su dolor quedaba atascado entre ilusiones que nunca pasarían a un plano real.

El epílogo era de una sordidez patética.
Santiago no se asombró.
Lo tomó como una reacción pueril propio de la mujer.
Sólo que las dos involucradas dependerían en delante de él y constituían el próximo problema a resolver.
En verdad, no las necesitaba más.



Habían pasado unos pocos meses.
La enorme oficina era lujosa y estaba exquisitamente decorada.
La ocupaba en soledad Santiago, apoltronado en un cómodo sillón, en un silencio logrado por paredes acústicas, que le era necesario cuando su genial cerebro trabajaba en pleno.
Tenía los ojos entornados y apenas veía la claridad de la tarde que huía, a través de las pesadas cortinas.
Su mano derecha acariciaba amorosamente su daga, brillante y fría en su alma de acero.
Debía encontrar solución a su problema, desprenderse de lo que aún lo ligaba con el mundo del pasado, con el mundo de Marcelo, con el recuerdo de sus acciones, no por remordimiento – era incapaz de dar lugar a ese sentimiento – sino porque su futuro le exigía libertad y dejar fuera de su vida a esas dos mujeres que mostraban rasgos de histeria y demandas cada día más imperativas.
Meditaba; su fiel puñal respondía a su caricia con la suavidad de su bruñido, pero las circunstancias no eran propicias para emplearlo. Los riesgos eran demasiado grandes y harían nacer sospechas que podrían tener derivaciones graves para su máscara de corrección.

En forma imprevista, como el fuego que se aviva con el viento desde un insignificante rescoldo en que nadie reparaba, vio todo muy claro.
La verdad.
Jamás había pensado que podía ser su aliada.



La amplia biblioteca, que también había sido el estudio de Marcelo, fue el lugar elegido.
La reunión, que había sido solicitada por Santiago, comenzó, con él instalado frente al escritorio – con lo cual establecía un dominio manifiesto – y las dos mujeres mirándolo con ansiedad, ya que desconocían el tema a tratar pero lo suponían importante, iban dejándose dominar por una ligera inquietud que no tenía causa tangible a la cual atribuirla.
Sin embargo, una solemnidad muy alejada de la casi familiaridad de sus relaciones, se apoderó del recinto.

Santiago comenzó su relato.

Los dos últimos años de la administración de Marcelo, habían resultado desacertados, muy posiblemente debido a sus achaques físicos, y ello resultó en la pérdida total de todos los bienes sociales y personales, que debieron ser entregados a acreedores, compañías ignotas, que en esa forma se habían cobrado el enorme déficit provocado por malos negocios.
La pérdida comprendía los bienes de todas las sociedades que, en realidad, ya habían desaparecido e involucraba los inmuebles, entre ellos, la casa que hasta ahora ese momento ocupaban ellas.
Santiago, si bien había percibido un clima extraño en el accionar social, no se había enterado de la profundidad de la crisis hasta días antes del la muerte de Marcelo, cuando en una reunión llena de tristeza y desencanto, éste le comentó lo que estaba sucediendo.
Nada pudo hacer; su intervención no tenía asidero.

En cuanto al futuro de las dos mujeres despojadas, le recordó a Ana que ella tenía en su patrimonio personal (razón por la cual Santiago no había podido tocarla) una propiedad en la que podrían vivir cómodamente y una renta que las ponía a cubierto de problemas económicos.
La corporación sería manejada desde el exterior y él se había convertido en un mero administrador, tal vez transitorio, de los actuales dueños a quienes no conocía.
Ellas tendrían que dejar la casa pues así se había determinado, en el plazo más breve posible, y los problemas que podrían surgir deberían plantearlos a los profesionales que habían sido designados especialmente, sobre los cuales él no tenía autoridad ni influencia.


La mentira, dura sin piedad, lo preservaba a él de las consecuencias del latrocinio cometido, que no había forma de probar y menos aún desde la mirada de una joven enamorada y de una amante irreflexiva.

Pero la crueldad de Santiago aún no estaba satisfecha.
Había reservado para el final de la conversación hundir su puñal asesino en las entrañas de esas dos mujeres.

A él no lo verían más.
Las intimidades, especialmente sexuales, habían terminado porque ya no soportaba más a una joven tonta y a una matrona calenturienta que sin respeto por su hija, lo había perseguido durante meses para obtener sus favores en la cama, lo que venía sucediendo desde bastante tiempo atrás.
Llevó la maldad a la cúspide al referir que en la última reunión que tuvo Marcelo, en un rapto de sinceridad le confió a la infidelidad de Ana.
Marcelo había muerto dos días después.
Santiago no sabía si el desenlace había sido causado por sus problemas económicos o maritales.
Ante la revelación, Ana quedó trémula.
El castigo era de espanto.
Su palidez denunciaba la enormidad de su dolor, de la muerte que ya se apoderaba de ella al comprobar la magnitud de lo que había cometido y de las consecuencias que tendría que afrontar.
Envejeció instantáneamente, se secaron sus entrañas y se anuló su sexo, causante de la desgracia y, en su contrición, pidió perdón divino.

Lucila no pudo contener las lágrimas que, cual cascada bíblica, brotaron de sus ojos y el grito desvalido de su garganta, cuando en un giro de su dorada cabeza miró fijamente a su madre.

Santiago sonreía, con una satisfacción evidente por haber logrado sus propósitos que le habían otorgado la libertad absoluta y la riqueza material ansiada que, cuando era un niño, había jurado alcanzar.
Sin despedirse, se apresuró a dejar el recinto.
Él ya no tenía nada que hacer en esa casa.

La vida, al recurrir a la ordalía, ejerció su derecho.
Como en muchos casos, también en este juicio había errado.
Condenó a una joven inocente, bella e ilusionada, que amaba la vida, a arrastrar la muerte por siempre, con asco y desprecio por su madre y a padecer la larga agonía de la falsedad del amor.


Un tiempo después, concluidas algunas refacciones, Santiago fue a ocupar la gran casa sobre la barranca.
Su filosofía particular, plena de epicureismo y descreimiento, sin dioses ni fantasmas, lo llevó al absoluto control de sus actos.


No hay pasado ni futuro.
Sólo existe el hoy.
Un corto presente para gozar y una eterna incógnita para el no ser.
No hay buenos, no hay malos; es la mente la que califica.
La felicidad no existe.
El dolor abunda.
La fe es una ilusión que permite anhelar futuros.
En el Universo inmensurable, nuestra presencia no existe.
Las civilizaciones florecen y luego desaparecen, dejando huella de los logros perdidos, que a través de los siglos se intenta recuperar.
Es lo que se llama vida.
Nacimiento, desarrollo, apogeo y muerte.
No hay edad, no hay tiempos.
Una antiquísima filosofía hindú dice:

“No hay necesidad de dominar e instinto y la pasión, pues éstos son dictados por la Naturaleza al hombre. La virtud es un error; el objeto de la vida es vivir, y la única sabiduría es la felicidad.”

Santiago estaba en su apogeo.
Quería su presente y a él se consagraba, gozando de su poder y de su virilidad potenciada, haciendo escarnio de las mujeres que se le rendían, con la dualidad del deseo y del asco, convencido de que los males del mundo provenían de ellas, de la propensión seglar desde los orígenes de la vida, de dominar al varón, someterlo a sus caprichos, a sus males físicos o mentales, fingidos o reales.
Él no tenía sentimientos.
Se burlaba de las religiones, de sus oraciones y de sus simplezas.
Hubo imperios que no tuvieron Dios.
Él era su Dios.
Derribando barreras de moral, de ética, de honor, regocijándose cuando sus dineros encontraban el límite del precio de tales conceptos.
Se convirtió en un hombre con enorme poder y anónimo, detrás de una red de corrupción que encaraba cuanto negocio rentable que el orden social brindaba: finanzas, juegos, armas, drogas, favores políticos.
Cuando el dinero no era suficiente para doblegar una conciencia, quedaba el chantaje (todo hombre tenía algún pasaje de su vida que quería ocultar) y, por último, la fuerza, a cargo de mercenarios que no sabían quienes impartían las órdenes.
Su mayor placer – casi una picardía – era llevar a su cama a las mujeres hermosas, parejas de sus víctimas dependientes, y luego, entre muecas de sonrisas, insinuarlo al engañado que, ante el enriquecimiento material que derivaba de la relación con él, deponía su orgullo y se mostraba ignorante de su degradación conyugal.




SANTIAGO IV



Santiago caminaba por el parque de su casa.
Miraba los árboles, que para él tenían un atractivo especial, un halo de misterio en su fortaleza enhiesta que buscaba alturas y en su silenciosa admiración del cielo, que quebraba el viento cuando se comunicaba con ellos en una comunión que sólo la naturaleza era capaz de lograr.
Querían confundir su vida verde con el azul, creando una policromía armoniosa, sin definición de límites cuando tocaban una espumosa nube baja.
A algunos los había visto retoños hacía ya años; otros habían muerto.
Aguzó su oído procurando percibir sus voces, que eran un silbido apenas audible al rebotar la brisa en las hojas y arrugas de las cortezas.
Nunca había llegado a interpretar palabras pero si a descifrar mensajes, que eran de paz y de sosiego, excepto cuando alguna tormenta de fuerza inusitada hacía gemir las ramas, que temían por su integridad.
En algunos tramos el parque se convertía en bosque, con especies distintas, unas mu cerca de otras, que se oponían a la filtración de la luz; y debajo, los matorrales, que él había ordenado respetar para conservar la variedad de tipos de vegetación y colores abigarrados que tanto agrado le producían por el contraste natural de la vida sin ordenamientos, dando lugar a los claroscuros que eran su pasión.
Luz, penumbra, sombra.
Luego sombra, penumbra, luz.

Mas allá, el río.
Lengua plateada que quería llegar hasta él y humedecer sus pies, ganándole en la carrera que él, hipotéticamente, emprendía en la busca de lugares más altos.
Una creación somática de su cerebro genial que asociaba metafóricamente el agua a lo femenino, en la tarea de seducirlo, rendido por el placer erótico.
Su mente acudía al recuerdo de otras lenguas, las rosadas, que había conocido.
Las de las mujeres ardientes – o fingidamente enajenadas por el gozo – que para complacerlo apelaban a ellas como recurso sexual.
Se estremeció al recordar el rechazo que experimentaba a los pocos minutos.
Ya había visto sus cuerpos desnudos, ya las había penetrado, ya las había olido.
Odiaba la falta de pudor femenino, la delicadeza de un tierno rechazo, del límite que indicara la dignidad de la entrega.
Quedaba claro la preeminencia del interés, en su forma más dura, que envolvía la relación.
Él era sin ninguna duda, un hombre sexualmente sediento, capaz de beber hasta la última gota que se le ofreciera de placer, pero había ahora, después de tantos años, algo que inhibía el predominio de la carne sola, convirtiendo el coito en una vibración cuyo estremecimiento era un orgasmo forzado seguido de depresión.

Santiago ya no tenía la paz del final armónico de dos cuerpos que se habían abrazado en el calor de un búsqueda feliz.
Estaba harto.

Recordó su primera experiencia sexual, cuando había sido guiado por Mabel suavemente hacia el éxtasis, en medio de una serenidad placentera y repetida, sin que se quisiera nada más que la complacencia, sin intenciones ocultas, por cuando, por cuanto era inalcanzable hasta la consolidación estable.

Mabel, ¿cuántos años tenía?
Hizo un rápido cálculo mental.
Él ya había cumplido cuarenta y cuatro.
Quiere decir que Mabel tenía setenta y cuatro, mas estaba seguro de que si le preguntaban a ella diría sesenta y cinco.
Para su propia sorpresa se sonrió.
Ya no era una mueca sardónica, un rictus que revelaba su crueldad interior, sino que hizo que una delicada ternura cubriera y diera a luz a su rostro.
Pero ¿cómo?
¿También él era humano hasta el punto que le causara gracia la coquetería de Mabel?
Luego la llamaría para enterarse de los resultados de una consulta médica a la que ella había concurrido.
Habían sido años de trabajo arduo, con viajes frecuentes al exterior que lo agotaban, con nostalgia de su casa, en cuyo silencio percibía todo movimiento, el crujir de las maderas nobles, las gotas de lluvia golpeteando los tejados.

Su genialidad le había permitido abarcar al mundo, como pulpo gigante con sus tentáculos, y él se había convertido casi en una leyenda, una figura mitológica, a la que pocos habían visto, pero que dominaba el destino, al menos inmediato, de miles de seres, que conformaban una conjunción heterogénea de cuerpos y espíritus, de almas sumisas en su fe religiosa y, también de acendrados materialistas, con doctrinas epicureístas, que, con visión de miope, sólo veían lo que estaba muy cercano a sus ojos, camino a la ceguera.
Sus colaboradores, que se enriquecían en poco tiempo, eran marioneta cuyas vidas él digitaba con hábiles movimientos de hilos entrelazados.
En su casa tenía un enjambre de servidores que atendían hasta sus requerimientos mínimos y, aunque no con mucha frecuencia, realizaba reuniones que eran exquisitas, con honores de realeza y finas y valiosas atenciones para los selectos invitados.
Su cocina era dirigida por los mejores profesionales del mercado.

Pero ninguno de ellos era capaz – se dijo- de igualar el sabor de las confituras que Mabel preparaba para la merienda cuando él iba a visitarla.

Era renuente a alejarse de sus dominios, por lo que sólo esporádicamente asistía a reuniones importantes o cenas con primeras figuras del orden mundial.

¿Por qué se demoraría tanto Mabel?
Ya la había llamado dos veces y aún no había regresado.

Santiago nunca había dejado de visitar a Mabel.
Lo hacía generalmente una vez a la semana, en la mitad de la tarde, cuando abandonaba sus ocupaciones comerciales, y llegaba en silencio a esa casa que tanto conocía, con su cuidado jardín al frente, últimamente protegido por rejas y alarmas, que le quitaban algo de autenticidad.
No era de rutina el beso de bienvenida, sino que era alegre y cálido.
La conversación que comenzaba era amena, interrumpida por risas, cuando algún hecho gracioso se filtraba tanto de parte de ella como de él, maestro en la ironía crítica de algunos de sus empleados con costumbres no convencionales.
La merienda era un intercambio de sabores agradables: la dulzura y refinamiento de las confituras, las miradas pletóricas de alegría, la sinceridad, y la posibilidad, que podría realizarse o no, de un tranquilo encuentro íntimo, que llevaba calma al espíritu de ambos, o aun despedida en la tarde anochecida que presagiaba el aumento del ardor del deseo contenido, con lo que crecía la voluntad de compartir horas.
Mabel...¡con qué satisfacción retozaba sobre sus magníficos pechos, tratando de beber con sus besos todo cuanto no había tenido en su nacimiento!

Él mismo se preguntaba si una especie de Edipo colosal lo tenía aprisionado, lo que su yo seguía rechazando, tanto como el agradecimiento y el amor, en los que nunca había pensado.

Pero últimamente estaba confuso, había cambios en su interior que no podía explicar; se resistía y ponía obstáculos a encuentros sexuales interesados, aún con las más hermosas mujeres y, cuando los aceptaba, se sentía luego más insatisfecho, depresivo y silencioso, deseando el momento en que lo acompañara únicamente la soledad de su cuerpo aislado, en medio de los enormes ambientes de su mansión.

Había perdido su enloquecido afán por negocios, que acrecentarían su fortuna, que se continuaban haciendo por inercia en una organización que ya no se podía detener.
Estaba como despertando a la vida común, en los instantes mágicos que a través de los enormes ventanales apreciaba una puesta de sol y veía como el gran globo rojo se iba ocultando, paso a paso, hundiéndose en un horizonte, que podía ser, también, el ocaso de su paso por el mundo que él había conseguido dominar, sepultándolo en las tinieblas del más allá.

¿Habría alguna verdad que él, hasta ahora, no había vislumbrado?
La inquietud era mayor que el conocimiento.
¿Podría revelarla alguna vez?
Sus divagaciones también comprendían temas como la moral y las costumbres.
¿Cuál de ellas había sido primero?
Con seguridad, las costumbres, pues la moral es la adaptación de ellas, y las leyes la interpretación ordenada que les dan los gobiernos.
La religión, los credos, era el otro factor necesario para que la mediocridad terrestre fuera soportable.

La naturaleza no había impuesto la monogamia, que está en contra de sus principios, en contra de la libertad sexual de las primeras civilizaciones que obedecían al imperativo llamado de la procreación, no importando quien pudiera ser el hombre sino sólo que pronto se contaría con un miembro más en los intereses colectivos a los que pertenecía la mujer.

La moral evoluciona según las costumbres y las leyes terminan aceptándolas.

Mabel...
Había contestado su llamado.
Con su proverbial calma, que tenía un trasfondo de inquietud, le había informado del diagnóstico médico, que no era muy alentador.
La dureza que había advertido en uno de sus pechos necesitaba cirugía inmediata y la profundidad de la intervención dependería de lo que se hallara en la exploración.
No había padecido dolencias importantes en todos ya sus largos años y este accidente era debido a su descuido, pues había creído estar a cubierto de ciertos males que se daban con frecuencia en mujeres con edades peligrosas.
Santiago percibió un nerviosismo muy bien ocultado y le prometió ir a visitarla a la tarde siguiente.

La explicación directa no fue más amplia de lo ya anticipado, excepto que la semana venidera tendría que acudir al quirófano.
Ese día se amaron en forma rápida y Santiago la sintió temblar en sus brazos.
Él tampoco tenía un ánimo propicio.
Era la primera vez que experimentaba la preocupación que alguien cercano a él se enfermara.
En realidad nunca había tenido a nadie en ninguna forma, ni sano ni enfermo.
Siempre estuvo solo por propio convencimiento y necesidad.
También era la primera vez que el dolor ajeno no era causado por él.
No sintió placer sino una desazón difícil de traducir.
La pátina de crueldad que lo cubría lo impedía.


La cirugía fue profunda.
Se le extirpó la mama completa y el bisturí llegó a la axila, en un intento de anular la propagación del mal por los canales linfáticos.
En pocos días, una vez recuperada parcialmente de la intervención, tendría que someterse a un tratamiento de quimioterapia.

La entereza de Mabel era asombrosa.
Sabía lo que le esperaba y le hacía frente.
No ensayó nunca una queja delante de Santiago.
Los dos días posteriores a los envenenamientos programados, eran terribles de soportar por las carencias de fuerza, vómitos continuos y malestar general.
Perdió su cabello y lo reemplazó con una peluca a su gusto.
Su alma se debatía en encontrados sentires: agradecimientos por la vida que aún seguía teniendo, en la cual había amado a dos hombres; a uno ya en el recuerdo y a otro desde cuando era niño, en un remedo de maternidad frustrada, y una muda protesta por su mutilación, que disimulaba con rellenos.
Estaba entregada a su destino, pero su coquetería la hacía mostrarse animosa y esperanzada frente a Santiago, que apartaba la vista de la zona afectada pero que no podía dejar de advertir el color verdoso que iba adquiriendo la piel, otrora lozana, de esa mujer que había sido tan hermosa.

Los meses que siguieron mostraron altibajos.
Hubo períodos en que se manifestaron mejorías, que se podían advertir en la mirada brillante de la enferma y en la recuperación de su actividad rutinaria, pero el mal, pese a un retroceso temporal, proseguía su destrucción implacable y comenzaron a reiterarse las internaciones hospitalarias con duración de dos o tres días.
Mabel, con un tono de despreocupación fingido con esfuerzo, le dijo que, aparentemente, se estaban produciendo metástasis que había que combatir.

Pasó un año.
Santiago, aunque lo había postergado en lo posible, tenía que viajar al exterior y no podía delegar su obligación en un tercero. Su ausencia se prolongaría por unos diez o quince días.
Ya cercano su regreso, habló con Mabel, que estaba en una de sus periódicas internaciones médicas, que le respondió con buen ánimo, diciéndole que se sentía mejor y que seguramente cuando él llegar la iba a encontrar en su casa.

A su arribo, luego de tres días, Santiago, con una ansiedad que él mismo desconocía, llamó telefónicamente al domicilio de Mabel.
Le respondió una voz femenina.
Muy escueta y sin mayores preguntas de parte de él, le informó el fallecimiento de Mabel, producido la misma tarde del día en que habían conversado.
Ya todo había terminado.


Santiago se quedó inmóvil, asimilando lentamente lo que acababa de oír.
Mabel había muerto.
Su parálisis muscular dejaba lugar a que su mente activa, cuya figura central era la imagen repetida hasta el infinito de quien desde la tenebrosidad del ya no ser le sonreía y le miraba con grandes ojos repletos de amor, analizara con su frialdad característica la nueva situación, en su presente y en su futuro.
Una onda cálida fue introduciéndose en su cuerpo, que iba recuperándose del impacto.
El presente.
Lo comenzó a sentir como si la paz de una batalla victoriosa coronara sus palpitantes sienes.
Se había desprendido, con auxilio de la muerte que siempre había sido su aliada, del resto del mundo afectivo.
Ahora realmente estaba solo y dueño del todo, de la liberta más absoluta, en medio de los humanos con ataduras tontas, de costumbres y morales inventadas a través de los siglos para aprisionar a pobres mortales sin ingenio ni rebeldía, doblegados por sentimientos que llamaban amor, fe, caridad...pudiendo encaminar sus pasos en la dirección que quisiera en la seguridad de llegar sin oposición a sus metas, sin obligaciones, aunque fueran mínimas, de ligazón con nadie ni por nada, más libre que las nubes que dependen del carácter del viento, más libre que las estrellas que necesitan de la sombra para hacerse ver, más que el sol que no puede apagar su fuego, más que los dioses, que cubren la irrealidad de su inexistencia con la fe.
Era libre, absolutamente libre.
Algo parecido a alegría o, más bien, a satisfacción, se enseñoreó de él y pasó a desplegar una actividad inusitada, aún para él, como si un complejo de anfetaminas surtiera su efecto más potente, otorgándole un vigor que rayaba en la omnipotencia.
Ése era su presente.


Pero las contradicciones son una de las veleidades del tiempo.
Hasta la libertad se torna monótona y se extraña la falta de sujeción a reglas, a compromisos con la vida.
La memoria juega su papel y surgen, enmarañados, recuerdos que son fotos en colores de buenos momentos con oscurecidos malos, éstos relegados a un subconsciente que difícilmente aflore, con un sentir de piel vibrante que acepta la caricia que encrespa el suave bello de los brazos que quieren rodear con fuerza al cuerpo que se desea, cuando la ausencia clama por la presencia.
Santiago pasó de sentirse pletórico en el primer momento a impregnarse de una tristeza depresiva en la que las riquezas de la vida le dejaban impávido, indiferente a los sabores, a los colores, a la noche y al nuevo día, que caía sobre él sin remedio, sin darle la oportunidad de detener el ciclo para dejarlo en la oscuridad que se estaba constituyendo en su refugio, cuando podía huir del insomnio y de la pesadilla.
Como arroyo de llanura, iba lentamente hacia la desembocadura de su vida, en la busca del mar que recibiría su escaso caudal sin que se alterara su rítmico ondear ni la inmensidad de su horizonte.
Su mirada se volvió estática, perdida en los confines de sus pensamientos y hablaba de un rápido deslizamiento hacia la enajenación mental.
Su otrora genial cerebro estaba tomando conciencia de su soledad, de su vacío, que ahora le dolían insoportablemente cuando los tambores del castigo de la vida resonaban en su cabeza que, agobiado, inclinaba hacia el suelo.
El eco del grito contenido rebotaba en obstáculos y aún en el aire, y volvía hacia él, más fortalecido, con más dolor, con repeticiones que se iban a lo lejos, perdiéndose alargadas, con gravedad de garganta acongojada, para de inmediato volver a nacer, no dando lugar a un interregno de descanso para su ser torturado.
El mensaje era claro:
¡Mabel!
Pero ¿él la había amado?

Amor; palabra sin sinónimo que lo reemplace acabadamente.
Lo es todo, pero al querer apresarlo se escapa raudo de las manos que quieren sujetarlo.
Sus definiciones son numerosas pero ninguna lo sintetiza en una sola expresión.
Querer, cariño, alegría, dolor, sacrificio, entrega, sexo.
Todas las acepciones son correctas, pero el amor es más.
La vida.
La vida es amor; amor es vivir.

Su antónimo es la muerte.
Muerte por ausencia, muerte por el vacío del alma que, desprotegida no encuentra el camino que haga posible el sentir, el amar y ser amado, que es caricia que se prodiga al espíritu que, feliz, se entrega a Dios.

Santiago estaba muerto.
Era un muerto en vida.
Jamás había nacido.

La naturaleza, forma femenina, tiene sus caprichos.
Sus creaciones, que han integrado el mundo, tienen en su escala seres de ignorancia supina, brutos, mediocres y hasta genios en los cuales ha desarrollado cualidades no comunes, tocados por la magia de un nacimiento especial, que buscan su expresión en el medio que actúen.
Pero no pudo establecer una división infranqueable entre la genialidad y la locura o enajenación, cuya separación es de una fragilidad extrema, una muy delgada línea, que tiene tramos rectos y otros sinuosos.
Por eso la actuación de toda genialidad es inestable, con picos que llegan al cenit de descubrimientos y, luego, a profundidades de abismos oceánicos.
En el reino vegetal hay islotes de crecimiento inusual, junto a las mismas especies que marcan normalidad.
En el reino animal, surge el asesino que no mata para alimentarse sino porque está congraciado con la muerte.
En el aparentemente reino inanimado, la montaña desnuda que se alza majestuosa, ocultando horizontes, de pronto pierde su calma y arroja fuego y lava y estremece a la tierra porque allá, muy adentro, la fuerza no pudo dominarse y quiere demostrar al mundo que puede cambiar mares y continentes.

Santiago era un genio no por herencia ni genéticamente.
La grandiosa naturaleza había ensayado uno de sus trucos y, tal vez, uno de sus cromosomas resultó más abultado o receptivo, pero quedó expuesto al quiebre de la línea que delimita la aparente normalidad y la depresión que enajena.
La muerte de Mabel fue el detonante.
Santiago transitaba por la locura.


La noche lo sorprendió arrellanado en su sillón favorito en el amplio cuarto que era la biblioteca.
Debajo de sus ojos negros, se marcaban gruesas ojeras más negras aún.
Su figura había perdido dinamismo y su espalda tendía a encorvarse.
Su mano acariciaba la daga brillante.
La luz reflejó cuando, en un movimiento rápido con estremecimiento epiléptico, la hundió en su cuerpo, justo debajo de su tórax, con trayectoria ascendente, para destrozar puntos vitales.
La sangre espesa brotó en torrentes y empapó su mano, su brazo y se deslizó hacia la alfombra, donde comenzó su tarea de coagularse, en manchones oscuros.
La última en escurrirse, ya lentamente, era sangre liviana y roja.

La muerte no fue inmediata.
No quiso ahorrarle dolores y recuerdos.
Él no pidió perdón ni auxilio divinos.
No comenzó a transitar el túnel luminoso.
Sus labios apenas conservaban un temblor cuando su balbuceo se legó a oír:
Mabel...

La última visión borrosa de sus ojos agónicos la vieron, blanca y vaporosa, traslúcida, iluminada por la luz del cielo, con los brazos extendidos llamándolo a su seno.
El último hálito se fugó de Santiago.
Pero no resultó ser la imperceptible liviandad del alma que se eleva, sino un oscuro cordón que lo atenazó a su cuerpo muerto, impidiéndole acudir al llamado de amor de Mabel.
Jamás podría acceder al abrazo de la mujer amada.
Jamás podría romper la tenebrosa sujeción que castigó su alma.
La muerte, alborozada, lo recibió en su oscuridad macabra para hacerle cumplir la condena eterna.
El cielo no lo aceptó en su reino de paz.


“Maestro, qué dices acerca del principio de que el daño debe recompensarse con la bondad?”.

“¿Con qué, entonces, recompensarías la bondad? Recompensa el daño con la justicia y la bondad con la bondad”.
Confucio.


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