martes, 2 de octubre de 2007

LA NUBE ROJA

Miguel tuvo que detener su caminar de pasos lentos. Sus problemas digestivos se estaban agravando, pensó. El dolor intenso que le subía del estómago y le llegaba al pecho por debajo del esternón, se tornaba insoportable y sabía, por experiencias anteriores, que debía quedarse quieto un momento, hasta que cesara.

Miró a Mancha, que estaba a su lado, que también se había detenido, y envidió a su perro por su perfecta digestión, ya que los dos habían comido lo mismo, aunque los mejores trozos de la escasa carne guisada los saboreó Mancha pues él tenía muy poco apetito y prefería alimentar bien a su perro.

Miguel se sentó en el suelo y apoyó su espalda encorvada en los restos de una pared que quedaba en pie de lo que había sido una vivienda precaria en esa periferia del Gran Buenos Aires.
Sus ojos miraban casi sin ver, ya acostumbrados a la fealdad tanto en lo visible como en lo oculto, el paisaje que lo rodeaba.
Los terrenos eran bajos y arcillosos y el agua de las últimas lluvias, de hacía días o años, permanecía formando charcos dispersos y malolientes, que competían, en esa vista horrenda, con matorrales sin nombre, cuyos colores no alcanzaban al verde, y los plásticos livianos de lo que habían sido envases ordinarios, volaban llevados por el viento, hasta encontrar contención en alguna rama resistente y alambrados que nadie sabía para qué servían.
Eran colgajos agitados, como restos de brazos de espantapájaros grotescos, despojos que la muerte, en su paso por allí, dejó como señal de su sombra eterna.

Miguel, lúcido al ir cediendo el dolor, pensó en un cementerio para os desechos del más bajo consumo humano, donde la desidia llevaba a la suciedad extrema como ambiente sociológico, apto para la proliferación de la pobreza, la desolación y el vacío de futuro, mostrados a través de una burbuja transparente que los encerraba y cuya visión llevaba al estremecimiento.

Bajó la mirada y se encontró con los ojos marrones, fieles e interrogantes de Mancha, que expresaban su devoción, y los signos de pregunta de sus orejas tiesas cuando, sorprendido de esa detención súbita en un lugar tan inhóspito, interrogaba en silencio y al no obtener respuesta, se acurrucó paciente al lado de su amo, esperando la señal para continuar sus pasos sin rumbo.

A una distancia relativamente corta y casi bordeando el camino pavimentado, podía verse un agrupamiento apretujado de refugios precarios, con el predominio de la chapa y del cartón, separados por estrechas calles de tierra asentada por pies desnudos, y se oían gritos de chicos en sus juegos y el ladrido de perros apestados.

Miguel aflojó un poco el cuerpo y su posición ahora pasó ahora a ser recostada.
Aún persistía el dolor, aunque no con la misma intensidad; se confesó a sí mismo que estos ataques se repetían con más frecuencia y tenían mayor duración, pero no se le ocurrió en qué forma podría mejorar su alimentación.
En el pequeño bulto a su lado estaban los elementos de cocina que utilizaba; la olla de aluminio abollada y tiznada para hacer los guisados, la pava y el mate, para con él en las manos, sintiendo su calor, dejar pasar las horas abstraído en el tiempo que no quería vivir, cuando encontraba el lugar adecuado para la comodidad de Mancha y él.
Sobre el lecho pastoso, las ramas secas proporcionaban el fuego.

Miguel ya se había acostumbrado al abandono y el perro lo seguía y aceptaba en su condición actual, en que lo más importante era un alimento tibio para los dos, que comían silenciosa y equitativamente.

Miguel fue relajándose en una languidez extraña. El lugar donde estaba no le agradaba, pero en ese momento no tenía las fuerzas suficientes para seguir y buscar un sitio más protegido.
El atardecer traía consigo un aire más fresco que ya el sol dejaba de entibiar. Desató el hilo, ya veterano, que comprimía el envoltorio con su escaso abrigo y cubrió sus piernas con la manta endurecida por el uso y la falta de lavado, cuidando que también Mancha pudiera reposar sobre ella. Era mejor que el suelo duro y salpicado de escombros que lo rodeaba.
De nuevo su mano acarició la noble cabeza del perro.
Y recordó.
Recordó aquella tarde en que descendió del colectivo que lo dejaba a tres cuadras de su casa, habiendo ya terminado su turno de trabajo en la fábrica.
Recordó los agudos ladridos de ese cuzquito, blanco, y marrón, que se aferraba con sus dientes blandos a sus pantalones y que era tan hermoso e inocente que la indiferencia se alejaba derrotada.
Recordó la simpatía que ese pequeño perro derramaba y el calor de su cuerpo cuando lo levantó para acariciarlo.
Recordó los ojos chicos, negros y redondos en ese entonces, que lo miraban amigables.
Recordó la nariz húmeda que olfateaba sin descanso y, por fin, la lengua suave que recorrió su rostro afeitado con una humedad cálida.

Para acompañar los pasos largos de Miguel, el cachorro tomaba carrera, pero aún era torpe y se enredaba en sus propias patas, rodando sin daño, hasta reponerse y continuar su seguimiento.
La sensibilidad y amor de Miguel se despertó de inmediato, atraído pro esa inocencia y belleza que buscaba dueño y Mancha entró en la casa, con una aceptación muy fría por parte de Elena, que no se atrevió a contradecir a su marido, cuyo entusiasmo desbordaba.

No hubo mucha imaginación en la elección del nombre. La mancha marrón que cubría parte de su cabeza y ojo izquierdo, determinó su identidad.
Mancha resultó ser un perro de mediana alzada, fuerte, pelo blanco y duro aplastado, en la imagen típica del perro de la calle, con el instinto desarrollado en la defensa y rápido en el aprendizaje.
La unidad quedó conformada, hombre y perro pasaron a tener los mismos gustos y se extrañaban como si estuvieran en celo.

Miguel, a su regreso del trabajo y cuando bajaba el último escalón del colectivo, dirigía rápido su mirada a la vereda y allí, a un metro de la parada, estaba Mancha, sentado, esperándolo y un violento agitar de cola y un restregarse contra sus pantalones, denotaban su buen humor y alegría, y los dos se iban contentos, caminando y corriendo las pocas cuadras hasta la casa, jugando y riendo.

La luz naranja del poniente rebotaba en otros lugares de la tierra y acá llegaba oblicuamente a las nubes, que se transformaban en un espléndido vapor rosa, rodeado de cielo, que declinaba hacia el blanco y se cortaba cuando un viento alto las obligaba a separarse.

Miguel, aliviado momentáneamente del dolor de su pecho pero entregado a un cansancio total que también comprendía su alma, movía con lentitud las pupilas y quería retener eternamente ese fulgurar glorioso de nubes casi rojas, cuyo color iba degradándose sin la posibilidad de reconocer límites, hacia una rosa cada vez más suave, más disperso, y luego la mezcla final con el blanco triunfante.

Se dijo a sí mismo que estos últimos años sin techo y sin rumbo, le habían enseñado a elevar la vista en forma constante; en un principio, para observar la posibilidad del buen o mal tiempo, ya que la lluvia y el frío eran factores a tener en cuenta, tanto por él como por Mancha, pero luego para disfrutar del espectáculo celeste: cielo azul que se oscurecía, los primeros puntos luminosos que marcaban la oscuridad, el borde de la luna que noche tras noche iba creciendo hasta el gigantismo de su cara redonda, y después la vejez que la achicaba, como un parangón con la vida humana, hasta desparecer tragada por la nada.

Él hubiese querido estar en ese otro mundo, donde no había que caminar pues se flotaba llevado por los vientos, y recorrer distancias que sus pies torturados le impedían y no tener que mojarse con el agua helada que le caía a torrentes, pues estaría por sobre ella. Y Mancha, limpio y alegre, se regocijaría con la levedad del rededor, que le permitiría saltos más altos, hasta alcanzar el rostro querido de su amo y poder lamerle la cara, cubierta ahora con una barba hirsuta, aunque se lastimara la lengua sedosa.

Miguel no quería tomar conciencia de que en su contorno se extendía un páramo de fealdad desoladora y se embriagaba con la belleza de la altura que, en su posición recostada, hasta le era más fácil para ver. La extraña sensación de drío que sentía se fue acentuando, obligándolo a cubrir con la raída manta un poco más de su cuerpo escuálido. No era frío que penetrara por la piel, más bien venía de adentro hasta llegar a su epidermis y congelarlo.
Pensó en proteger también a su perro, pero éste estaba muy tranquilo, a su lado, con esa cabeza que tanto conocía dándole calor en su falda.
Su infarto avanzaba, aunque él no lo supiera, y pequeñas zonas del corazón se plegaban a la muerte, haciendo más lenta la circulación de su sangre roja, que iba perdiendo calor.

Por fin volvió el recuerdo de lo que hacía tres años tenía en la zona más oscura de su memoria perdida, ya que había abrazado la no identidad del ser sin pasado, y también sin futuro, que caminaba su tristeza por el sendero del no saber, para amenguar su sufrimiento.

No quería tomar conciencia de su vida pasada porque eso lo llevaba a la inconsiencia, en la que el choque de pensamientos era como el fragor de los hielos al quebrarse, y ser perdía en un abismo negro, sin fin, esperando el golpe del final que le llevaría a la revelación del despertar en la mañana, en su dormitorio, con Elena a su lado que aún dormía, mirando por la ventana como el día florecía en la luz que, tímidamente, ya se filtraba hacia el interior, perfumado por las ropas limpias y los pisos encerados, mientras desde el pequeño jardín del frente se deslizaba tenuemente el aroma de algunas flores que evaporaban su rocío de la noche húmeda.

Su casa blanca, con recuadros de ladrillos a la vista, en cuya construcción sus manos encallecieron en la ayuda a los albañiles, para que terminaran antes de lo prometido y el presupuesto fuera menor, que fue tomando forma, con sus dos dormitorios, el de ellos y el de las nenas, el comedor y la cocina amplia, con el aparador recubierto por láminas brillantes con sus adornos de platos en sus trípodes y algún retrato de antecesores olvidados.
La amplia mesa donde las chicas hacían las tareas escolares y era un buen observatorio desde donde ver televisión.

Él era el que se levantaba primero y era una satisfacción percibir el silencio mientras, con cuidado iba hacia la cocina a preparar el mate, cuyo sobro inicial, frío y amargo, era para él y cuando la yerba le daba sabor al agua caliente, tocaba suavemente el hombro desnudo de Elena quien, luego del desperezo, tomaba el mate en su mejor momento, recobrando el conocimiento perdido en horas de sueño profundo.

Miguel posó su mano fría en la cabeza de Mancha y lo acometió de súbito una desazón. ¿Cuántos años tenía Mancha?. Según su precaria medición de tiempo, alrededor de diez. Se acordaba haber leído que un año en el ser humano equivale a siete en un perro, lo que daba un resultado preocupante. Mancha tenía setenta años humanos. En su inocencia elevó su pedido para que no fuera así, que la equivalencia fuera con él, pues si llegaba a perder a Mancha perdería definitivamente su nexo con el mundo.
¿Y qué edad tenía él?
En octubre había cumplido cincuenta y siete.
Era más joven que Mancha, por Dios que no se enferme!.
Elena, Elena era bastante menor que él. Tendría en este momento cuarenta y dos años. Y era hermosa, una mujer en la plenitud de su madurez, al menos hasta que él tuvo oportunidad de verla.
Las chicas, la mayor (habían pasado tres años) en este momento pasaba los dieciocho y la menor transitaba los dieciséis.
Sacudió la cabeza enojado, negando el recuerdo. Él no tenía a nadie, a nadie más que a Mancha que envejecía y a quien debía cuidar, muy especialmente de los fríos que podían perjudicar sus articulaciones, proporcionándole también alimento adecuado a su edad madura y no restos putrefactos que en alguna ocasión le había visto olfatear.

Miguel entró en un ligero sueño raro, en una modorra inquietante en la que no podía manejar sus pensamientos, que estaban llenos de visiones borrosas, como las de un espejo empañado que reflejara una realidad desvaída y contraria a su mirar desde el interior, pues le devolvía la imagen refractada de lo que él había visto, había sufrido, había vivido...
En su desvarío, pobre espíritu que se estaba elevando, pensó que el espejo tendría que ser de una dimensión colosal y muy especial, para que todas las almas se mirarran en él, para poder así transformar la maldad en bondad, el egoísmo en generosidad y el engaño en sinceridad.
Espejo para las almas...¿Dios no tomaría como suya la idea?
Lo que se ve hermoso, podría reflejarse horrible y lo que no es muy agraciado, podría iluminar el día y expandirse, a través de la diafanidad de la imaginación creadora, tanto la luz como la música celeste para que él y Mancha, con sus orejas paradas, la escucharan arrobados.

La fuerte opresión en el pecho se repitió, lo que le sorprendió pues estaba en reposo hacía un buen rato, no sabía cuánto porque él ya no se manejaba con tiempos. Le nació con timidez la idea de que cuando pasara delante de algún hospital, podría hacerse ver con el médico de guardia.
Mancha no era problema, lo esperaría afuera, bien quieto, hasta que él saliera.
Al reflexionar, desechó de lleno la intención, pues, se dijo, estaba cubierto con harapos y no precisamente limpio y no querrían atenderlo así.
Además, siempre había sido un hombre muy sano y durante más de los veinticinco años que trabajó en la fábrica textil de don Roque, no recordaba haber estado enfermo, salvo algún enfriamiento natural.


La irrigación sanguínea de Miguel ya era deficiente y estaba en un estado hipnótico, en el que el recuerdo, pese a no quererlo, quedaba fijado, sin correlacionarse con tiempos ni secuencias, pero sin dolores.

No era nostalgia, que implica tristeza, deseo de volver a vivir lo que se fue y lamentar lo que se ha ido.
Él ya no tenía sentimientos, se habían agotado, excepto para con Mancha que, en definitiva, era parte él mismo.
No tenía miedos, rencores, odios, o amores; más todavía, ni siquiera tenía indiferencia, que hubiese sido tener algo.
Nada importaba a esa alma mustia que permanecía en la tierra para acompañar al cuerpo declinante que no la dejaba elevarse.
Pero aún vivá...


Miguel pendía de una hebra deshilachada para amarrarse a la vida.
Sus labios ya comenzaban a tomar el color violáceo con el que nos sacude la presencia ineluctable de la muerte, la de la regulación igualitaria, la que no vende tiempo, la que está en término del camino al que no se espera llegar, sobre la que no se tiene experiencia ni recuerdo.
Es la vida la que nos lleva a ella y es la vida la que la acicala, cubriéndose de negro y dolor o proporcionándole la luz intensa de la pureza y la paz.

Miguel entró en una pasmosa insensibilidad en la que las imágenes comenzaron a surgir como fotografías proyectadas al inmenso telón del mundo que él conocía y se veía también él, como si hubiese sido clonado, junto a Elena y las chicas, en los paseos dominicales, rodeados del verde de los árboles y el césped de colores sombra y sol sobre el que se recostaban.
Pero él no integraba la escena, únicamente la estaba mirando, negando así la posibilidad de recuerdos que su alma destruida hacia más de tres años había borrado, para permitir el retraso de la presencia negra.


La fábrica de don Roque, los telares moviéndose rítmicamente, lentos los más antiguos y muy veloces los nuevos incorporados por necesidad de un mercado demandante, con los tableros de control computarizados, que él, Miguel, manejaba, cambiando las matrices si era necesario, vigilando que no ser cortaran los hilos y que el ambiente estuviera libre de polvo de algodón, gracias a los grandes extractores.

Miguel no tenía vistas en secuencia, sin intervención de sus ojos ya entrecerrados, sino sólo estallidos de episodios, algunos nimios en apariencia, que por alguna razón desconocida quedaron grabados en él y eran parte del escaso equipaje que le acompañaría en la senda ya marcada por una claridad inefable y por la que no tendría que caminar, sólo dejarse ir.

La fábrica, su querida fábrica, donde los chequeos médicos eran anuales y él se divertía mucho cuando llegaba el momento de los diversos análisis y ver a las jóvenes entregar con timidez a la recepcionista, tratando de ocultarlo, el pequeño recipiente con orina, y a mujeres mayores que, con desparpajo, la llevaban en botellas plásticas de un litro. Su juego consistía en acertar el tamaño del envase, antes que saliera a la vista y el premio era la sonrisa que le provocaba su sicología que no erraba. Mantenía un respeto absoluto y educado, aunque no dejaba de pensar en lo trabajoso que habría resultado manejar envases de boca tan chica.
Ahora mismo, yéndose de la vida, un rictus pretencioso se marcó en sus labios oscurecidos.

El mutuo y creciente respeto con don Roque era motivo de orgullo para él y las distinciones de trato y de remuneraciones, las agradeció con su adhesión incondicional y su trabajo esmerado. Don Roque contribuyó para que pudiera terminar de construir su casa, con adelantos de varias quincenas, préstamos que, si bien devolvió, habían sido degradados por la inflación.

Elena, la pequeña Elena, a la que conoció cuando ella comenzó con sus tareas de obrera, en el sector cuyo jefe era él, y que de inmediato despertó sus sentimientos de protección, al verla tan joven y torpe en muchos aspectos y de la que en definitiva quedó prendado, con un amor bueno y total.
La unión de ellos, con el modesto festejo en el que don Roque y su familia fueron invitados distinguidos.

Los embarazos de Elena, que le causaron tanta preocupación y el complejo de culpabilidad que soportó por los dolores que ella sentía y la sangre del parto, diciéndose que no era justo lo que le pasaba, pues si ambos habían participado, ambos tendrían que sufrir por igual.
Los años de trabajo pleno en que fue necesario habilitar dos turnos para incrementar la producción de los telares.
Luego, la pérdida gradual de la jovialidad de son Roque que, si bien seguía recorriendo el ámbito fabril, ahora lo hacía en silencio, sin levantar los ojos del suelo, y los depósitos abarrotados de mercadería

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