martes, 2 de octubre de 2007

LA PAMPA



La tremenda pampa.
Donde las leguas se extienden y el aire se bebe, catapultada por el viento hacia la garganta y los ojos galopan cadenciosos, recurriendo a las pestañas como rebenque.
Pampa del horizonte profundo, que se aleja inalcanzable, como esperanza perdida, en el esfuerzo tonto del avance inútil.
Donde el pequeño monte se llena de zumbidos y sombras que cobijan el mugido triste del ganado, que comprime el pecho como plegaria arrepentida.
Y luego los alambrados, las aguadas y los bretes.
En los días de marca, el hierro rojo deja el olor del cuero dolorido, indicando dueños, como la señal de Dios en nuestra alma.
La cruz del asador, sostenida su espada por la tierra y el crepitar de la leña con llama despareja, copiando al viento.
La carne, cuya grasa crujiente riega con sus gotas el suelo duro, espera que el facón de acero bruñido haga el corte preciso, dejando sobre el pan el trozo apetitoso, tierno y caliente, que cede ante el primer mordisco presuroso, deleitando la boca afortunada.
El grueso vino tinto desgrasa la garganta y, en cascada roja, para al interior ansioso.

Campos de mi pampa tremenda, con su alimento de sabor inigualado que, con sólo sal, proporciona el gusto total al que las cocinas refinadas del mundo no pueden llegar.
Cielo en que las nubes marcan su paso con la rápida sombra en la tierra, pero que no alcanzan a interrumpir la reverberación de la inmensidad plana.
Aquí y allá, desparramadas en el tiempo, osamentas dormidas que elevan, impávidas, sus cuernos a lo alto, en señal de su acusación y su dolor silenciosos y que, a no ser porque representan a la muerte, se diría que han sido puestas allí para quebrar la monotonía visual de la planicie sin límites.
El caballo evita los hoyos, por temor a la vida oscura de la vizcacha que a veces, engañada por la falsa luz del hombre, se deslumbra y muere, con un resultado de carne blanca.
Ranchos que señalan la orilla del monte, con el zinc y la paja de sus techos bajos, con apariencia frágil, pero capaces de afrontar las tormentas bravías, como el alma bendecida.
Los hombres son de a caballo, con la robustez física de la interperie, duros como el acero de fragua, con su vida acotada por el círculo del horizonte de la inmensidad llana y con pensamientos que llegan no más allá de lo que pueda llevarlos su montura.
Las mujeres son de piel quemada y con pechos y caderas de curvas amplias, impregnadas del olor a humo de la leña quemada, que obra como un afrodisíaco para el hombre de sol y campo que al atardecer regresa, ávido de mujer y descanso.
Vidas nuevas surgen en la soledad que aterra, con el agua hirviendo y la placenta sana, mientras afuera aguardan silenciosos los perros de la pampa, compañeros del jinete, que esperan el llanto del fin del parto.

Sobre el tosco mueble, la Virgen pródiga, iluminada por la vela, bendice el acto y la señal de la cruz marca los rostros de piel ajada.

Planicies enormes de mi patria amada,
pretérito mar estremecido de formación.
Sinfonía evolutiva que, en lenta acción,
creó al hombre de alma dura y callada.

Canto a tu sol, canto a tu tierra,
canto a los misterios que ocultas porfiada.
Canto al jinete que traspone la quebrada,
guiándose por el cielo en noche estrellada.

Canto a tu vida, canto a tu llanto,
derramado en lluvia que florece en pasto
Al niño que nace por bendición casto,
y a tu fuerza colosal. A todo eso canto.


Autor: Rolvider Hermes Petroni.
00 54 4821 2024

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